Roberto Lerner,Espacio de crianza
Muchos problemas que suceden dentro del contexto familiar asumen la forma de una explosión. La energía se va acumulando lentamente o, por el contrario, parece expresarse de manera súbita. Resentimiento, frustración, sentimiento de estar recibiendo menos de lo que se da, tristeza, anteceden y siguen estas erupciones que quitan calidad de vida al conjunto y, muchas veces, son el equivalente de un sonoro “¡Misión incumplida!”, una libreta llena de rojos, principalmente para los padres, que se dicen algo así como “si no fuera por esto, todo sería felicidad”.
Muchas veces se asume que esas conflagraciones son la respuesta a la conducta, actitud o decisión de uno de los miembros del grupo familiar. Fulano se emborracha, mengano no estudia, zutano no emerge de su depresión, perencejo no deja la pantalla de videojuegos o chat, o se gasta más de lo que tiene comprando en el centro comercial o en el casino. Y ¡Pum!
El otro día frente a padre, madre e hijo, tratando de entender sus complejas relaciones, de cambiar el círculo vicioso de un padre que actúa con intensidad, pero en el fondo no habla; una madre que habla con intensidad pero en el fondo no actúa, y un hijo que no parece hacer ni uno ni otro, el papá dijo algo —habló de verdad— que puso el acento en la dinámica y no en un sola persona.
“Lo que ocurre”, aseveró, “es que yo soy la dinamita, la mamá el fulminante y mi hijo la mecha”. Aunque mis conocimientos químicos dejan mucho que desear, me pareció una buena metáfora, y sobre ella vamos a trabajar para desactivar las explosiones que pueden hacer la vida imposible.
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