Roberto Lerner,Espacio de crianza
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Ya habíamos matado, traicionado, trasgredido, parido, pero aún no aparecía ninguna de las conjugaciones de “amar”. En el versículo segundo del capítulo vigésimo segundo, irrumpe el amor de manera explícita, por primera vez en la Biblia.
¿Entre quién y quién? No es el amor romántico, tampoco el que festejamos el segundo domingo de mayo.
“Coge a tu hijo único, a tu amado Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré”. Es la primera vez que se dice de alguien que ama a alguien, en una de las tramas más terribles, desconcertantes y dramáticas de toda la Biblia hebrea.
El primer amor es amor de padre. Será puesto a prueba de manera brutal y chocante en nombre de la obediencia y la posteridad. El mensaje: si estás dispuesto a renunciar a ser padre, te haré patriarca. Sólo dispuesto, claro, porque Abraham siguió siendo padre de un hijo y también se convirtió en patriarca de un pueblo.
Pero hay más. Abraham fue un padre improbable. Y es que todos los padres lo somos. En el resto de las especies, no todas, pero casi todas, la paternidad se agota en la materialidad del esperma. No hay linaje, no hay estirpe.
En los humanos la participación del padre se construye más allá, a pesar del espermatozoide. Aunque no lleva la vida en su seno, ni la pare en el dolor, ni la amamanta, el papá la adopta, la asume, la lucha, y el vínculo termina siendo una responsabilidad electiva, simbólica, que supera los llamados al sacrificio bíblico, a seguir corriendo aventuras, seguir desparramando espermatozoides, al vagabundeo despreocupado, siempre posible, a veces tentador y, miremos a nuestro alrededor, frecuente.
Hoy domingo celebramos ese primer amor. Improbable, electivo, poderoso, bello, fundacional, dinástico y, también, muy pero muy tierno.
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