Roberto Lerner,Espacio de crianza
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Colores del cielo, melodías, sabor de crema volteada, arena tibia entre los dedos, agitación de una sorpresa, hilaridad en un juego de palabras. ¿Los comentamos y comparamos en familia? ¿Compartimos placeres y los hacemos trascender la soledad?
No se puede verbalizar todo el tiempo la intimidad de nuestras sensaciones. Pero así como debatimos política, comentamos libros, chismeamos, ¿cotejamos, a veces, los matices del disfrute con nuestros hijos? Probablemente no.
No ocurre con los deseos. De eso habla todo el mundo, todo el rato: la universidad en la que estudiaremos, lo que vamos a comer, la prenda que queremos vestir, el juguete que debemos tener, el gadget que nos pone en la vanguardia, el puesto al que aspiramos, el destino turístico. Vivimos una feria permanente de deseos.
15% del tiempo que pasamos despiertos habitamos el futuro: lo que aún no es, lo que podría ser, lo que ojalá no sea. Es una gran ventaja. Pero la cultura de la oferta excesiva y la permanente incitación a consumirla termina por excitar al máximo el deseo, la compulsión a querer, dejando de lado el arte de gozar, que no es lo mismo.
Son dos cosas distintas, que residen en estructuras cerebrales diferentes. Cuando nos centramos únicamente en el deseo, disminuimos nuestra capacidad de obtener placer, y hasta podemos convertir la realización del querer en algo desagradable.
Hablar del placer asusta, claro. Más fácil es participar en la feria de los deseos, las ofertas, los paquetes y combos. Prueben compartir con sus seres queridos lo rico de lo rico, reflexionen sobre y comparen lo dulce de lo dulce, lo luminoso de la luz. Es un vacilón. Y educa.
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