Rodolfo Hinostroza,Uso de la palabra
Yo lo reconocí al toque, porque lo había visto en la Universidad de Ingeniería en el año 67, cuando vino a dar una charla junto a Vargas Llosa, y fue presentado por él al público limeño. En esa época –y creo que siempre fue así– parecía un bolerista tropical, con su saco a cuadros y sus grandes mostachos que recordaban a Bienvenido Granda, y no un brillante escritor, como Mario, que era más convencionalmente elegante en el vestir. Pero, cuando comenzó a hablar, a todos nos cayó instantáneamente bien, por su naturalidad, calidez y desenfado, y estas mismas cualidades se expresaron espontáneamente cuando me miró en aquel vestíbulo, y me di cuenta de que él también me había reconocido, porque yo acababa de ganarme el premio Maldoror de poesía, de Barral Editores, que la prensa había profusamente difundido. De pronto se paró, se acercó hacia mí, y yo me incorporé a mi vez, y le dije: “Tú eres García Márquez”; y él me dijo: “Y tú el poeta Hinostroza”, y nos dimos un cálido abrazo que fue el principio de nuestra amistad.
Y es que Gabo le tenía un gran respeto a la poesía, cosa que siempre expresó a lo largo de su vida, tanto que en su discurso de recepción del Premio Nobel llegó a decir: “La única prueba concreta de la existencia del hombre es la poesía”. Y las pocas veces que nos vimos hablamos, invariablemente, y de una manera u otra, de poesía.
Cierta vez en París, que yo estaba con un poeta mexicano y otro argentino, y habíamos entrado a comprar cigarrillos a un café-tabac frente a la iglesia St. Germain-des-Prés, de pronto noté que alguien sentado en el café me saludaba agitando la mano, y, cuando me volví, me di cuenta de que era Gabo, que estaba con Mercedes, y me invitaba a acercarme a su mesa. Me invitaron a tomarme un café, y de pronto Gabo se puso a hablarme de la novela que estaba a la sazón terminando, que trataba de un dictador latinoamericano que era mezcla de Trujillo, Somoza, Stroessner y Francia, y que además era sordo. Estábamos sentados en frente de un espejo, y Gabo se volvió hacia él y me dijo: “¡Lo que es la poesía! Yo estaba buscando una metáfora para decirlo, y de pronto me miré a un espejo y me di cuenta de que el espejo te devuelve la imagen, pero nunca el sonido, y puse que mi dictador era sordo como un espejo”, y así quedó, porque cuando se publicó la novela, que se llamó El otoño del patriarca y la leí, encontré la metáfora en una de sus páginas.
Un día, pasando cerca al Odeón, en el Barrio Latino, me volví a encontrar con Gabo en una calle, y me pidió que lo acompañara a una librería de libros antiguos, para recoger un libro de alquimia, creo que el inhallable Las moradas filosofales del misterioso Fulcanelli, que andaba desde hacía años persiguiendo. Cuando llegamos, el solícito librero ya tenía listo su pedido. A la salida, intrigado, le pregunté: “Si conoces tanto de alquimia, ¿por qué no has puesto algo más sobre el tema en Cien años de soledad por boca de Melquiades, el alquimista?”. Y me repuso, sabiamente: “Porque no tenía cabida. Intenté, pero eso ya era otro tono, y preferí dejarlo así”.
Unos años más tarde, mis amigos poetas que querían sacar una revista me convencieron para que yo les consiga su financiación a través de “mis contactos”. Llamé pues a García Márquez para proponerle el asunto, me escuchó con atención, y me dijo que me viniera a Barcelona la semana siguiente, para hablar con Carmen. Para sorpresa mía, la reunión se desarrolló en un gran salón de las oficinas de Carmen, en medio de un concurrido y bullicioso coctel. En algún momento Gabo me llamó a una mesa apartada donde estaba solo, y me pidió que llamara a la Balcells. Ella vino volando, y casi se cuadró ante el colombiano. Gabo le dijo, sin preámbulo: “Yo voy a sacar una revista de poesía, que mi amigo Rodolfo va a dirigir en París. Quiero que me consigas el financiamiento, y ya veremos si se imprime aquí o allá”. “¡Ningún problema!”, exclamó Carmen, “ven para acá, Rodolfo, para que me expliques cómo es…”. Y, mientras me llevaba a su escritorio, me comentó: “Él es mi jefe. Donde manda capitán no manda marinero”.
En fin, la última vez que vi al Gabito fue en México, muchos años más tarde, cuando lo llamé para pedirle otro favor, pues me había ido muy mal en un negocio con un sheik libanés-mexicano, que había huido a Hong Kong por una estafa y me había dejado tirado en el D.F., con todo y familia, y ya se me había vencido la visa de turista. Para ese entonces Gabo ya se había ganado el Premio Nobel, pero se mostraba tan sencillo como cuando yo lo había conocido. Me citó pues para el día siguiente en un café de la Zona Rosa, al que acudí puntualmente. Vino muy elegante, con un saco a cuadros que esta vez parecía de un gran modisto, y era blanco de todas las miradas… Yo no encontré nada mejor que contarle la pura verdad de lo que me había pasado, y mientras nos tomábamos nuestro café le estuve explicando lo de la astrología, que él ya conocía por mi amistad con Plinio, y luego lo del sheik que era amigo del Papa y de la fórmula financiero-industrial-comercial que había inventado el hombre, y el asunto del Catálogo prodigioso que multiplicaba el dinero por dos, y el estrepitoso fracaso del sheik sin fondos y su huida a Hong Kong, y mientras hablaba me daba cuenta de que a Gabo la sonrisa le asomaba por la comisura de los labios, por los chispeantes ojos, y al final no pudo evitar soltar la carcajada. “¡Solo a ustedes los poetas les pasan estas cosas! ¡A nadie más le ocurren!”, exclamó mientras reía, y en ese momento yo caí en cuenta de que todo este asunto se podía ver también desde un ángulo cómico y grotesco, que en efecto daba risa por lo exagerado y raro del montaje, y yo también me reí de buena gana, olvidando por un instante lo jodido que estaba.
Y cuando le pregunté si conocía a alguien en Gobernación que pudiera echarme una mano en este asunto de las visas, Gabo me dijo que buscase al señor Jiménez de su parte, que era la persona indicada para ayudarme. Él se estaba yendo a Brasil en un par de días, y a su regreso a ver si me arreglaba el asunto de la residencia, pero por el momento Jiménez era el hombre, con muchos saludos de su parte. Y en efecto así fue, porque cuando me presenté en el siniestro edificio de Gobernación, que antes había sido la prisión de Lecumberri, de parte de Gabo, automáticamente se me abrieron las puertas y el señor Jiménez, que era el director del establecimiento, me atendió personalmente con gran cordialidad porque los amigos de sus amigos eran sus amigos, y me pidió que le cuente las últimas novedades del Gabo. A los pocos minutos ya habían revalidado mi visa y la de mi mujer.
Unas semanas después, cuando tuve que regresar para hacer otros trámites, ya me habían catalogado como “el amigo de García Márquez” y me trataron a cuerpo de rey. Pero el Gabo se demoró más de la cuenta en Brasil, yo terminé por irme a España, y el destino quiso que ya nunca más lo viera…
Ahora debe de estar en el cielo de los poetas, sonriente, en muy buena compañía.
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