Da pena decirlo, pero el cine peruano ha jugado un rol estelar para que la cartelera comercial de este año sea, artísticamente, una de las más paupérrimas. Es cierto que nuestras salas de estreno jamás estuvieron a la altura de un país con tradición cinéfila –olvídense del cine de autor europeo, asiático y latinoamericano, confórmense con los festivales–, pero raramente dieron cabida con tanto entusiasmo a productos burdos y chapuceros como los que hoy tenemos que pagar por ver.
Si fuiste sorprendido con El pequeño seductor o Macho peruano que se respeta, no necesitas pasar nuevamente por esto. Si crees que comprando tu entrada estás apoyando al cine peruano, lamento informarte que estás contribuyendo a prolongar el sufrimiento de millares de aficionados.
Si vieron el tráiler, pueden hacerse una idea de lo que es esta película. Son 105 minutos que podrían proyectarse eternamente en la pared de un taller de mecánica. La relativa novedad de Al filo de la ley es que el cine peruano popular no piensa estancarse en la comedia ni el terror. Ahora también somos capaces de hacer películas de acción al mejor estilo de Rápidos y furiosos. Los ingredientes son los mismos que utiliza Hollywood: balaceras, autos veloces, humor cachaciento, altos niveles de testosterona, mujeres deslumbrantes. La diferencia es que ningún estudio grande daría luz verde a un guión tan absurdo sobre agentes encubiertos que en realidad son hampones. Quizá los directores Hugo y Juan Carlos Flores quisieron emular desde un inicio ese tono paródico que persigue Robert Rodríguez con la saga de Machete. Nos hubiera encantado que así fuera. En lugar de eso, tenemos a Julián Legaspi y Renato Rossini jugando a ser héroes de acción, cosa que podría tener gracia en un reencuentro de promoción, pero no en la pantalla grande.
Cuando Al filo de la ley no está ocupado intentando convertir el distrito de Jesús María en el Barrio Chino de El Año del Dragón o a Reynaldo Arenas en la versión criolla del Jack Nicholson de Los infiltrados, le dedica especial atención a sus personajes femeninos, especialmente a destruir en ellas cualquier rezago de humanidad. Si creías que los comerciales de cerveza denigraban a la mujer, ahora piénsalo dos veces. No nos referimos a la explotación del cuerpo femenino sino a algo quizá más siniestro: a la negación de su propio ser. Esta celebración de un machismo cavernario tan solo provoca vergüenza ajena.
Por Claudio Cordero – Crítico de cine
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