Hace unas semanas y como consecuencia de los huaicos y desbordes de ríos en diversas partes de la capital, la operatividad de Sedapal quedó más que comprometida y ello ocasionó que se “racionalice” el suministro de agua durante varios días.
Esto habilitó una opción de negocio para algunos, vale decir, una forma criolla y poco decente de plantear que en toda crisis hay una oportunidad. Por ejemplo, si necesitabas agua para prepararle la leche a tu bebé o atender los requerimientos de los adultos mayores que viven contigo, no te quedaba de otra más que pagar las sumas exageradas que los especuladores pedían por una botella de agua.
Ante los hechos descritos y teniendo un marco regulatorio endeble frente a estas tropelías, la Defensoría del Pueblo ha propuesto que se modifique el Código Penal para que se aplique una sanción más drástica por especular en situaciones de emergencia (además que se restituya el delito de acaparamiento derogado en el 2008), pues para el mencionado organismo esta medida servirá para disuadir a malos ciudadanos que pretendan obtener ventajas económicas en situaciones de desastre.
La refutación principal a esta propuesta es que el Estado no debe interferir porque los precios se regulan en el mercado en función a la ley de la oferta y la demanda. Creo que nos estamos olvidando que nada es absoluto. No lo son los derechos y tampoco las reglas del mercado, menos aún en situaciones de excepción. ¿El ciudadano de a pie preferirá que el Estado y sus gobernantes intervengan para evitar desmanes en situaciones de emergencia o esperará sediento a que el mercado se regule solo? La respuesta es obvia, ¿no?
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