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Opinión

Sensaciones de una mañana de 25 de diciembre: Me tranquiliza saber que ya no debo salir a la calle a mostrarles los nuevos juguetes que me han regalado por Navidad a mis amiguitos. Ellos ya no están y yo ahora soy otro. ¿Otro? Sí, otro con muchos 25 de diciembre acumulados, algunas arrugas indeseadas y una sensación de estar viajando en el último tren de la noche hacia un destino desconocido.

Guillermo Giacosa,Opina.21
ggiacosa@peru21.com

Sensaciones de una mañana de 25 de diciembre: Me tranquiliza saber que ya no debo salir a la calle a mostrarles los nuevos juguetes que me han regalado por Navidad a mis amiguitos. Ellos ya no están y yo ahora soy otro. ¿Otro? Sí, otro con muchos 25 de diciembre acumulados, algunas arrugas indeseadas y una sensación de estar viajando en el último tren de la noche hacia un destino desconocido.

No pido apearme. Quizá –pienso– podría activar la señal de alarma y perderme en las brumas de este amanecer que ya no promete nada. Me disuade la idea de que habrá otro tren esperándome y al que treparé obligado. No lo hago, debo demostrar que conozco las reglas del juego. Permanezco impasible, sin angustias, con una indiferencia que es el mejor o el peor hilo negro del titiritero que he imaginado por sobre esta ya larga representación. “Solo eres un pasajero más”, me repito mientras trato de atrapar algún recuerdo que me permita evadir esa realidad que marcha en una rabiosa línea recta hacia el abismo. Un pasajero más que ya no entiende las risas de los otros, que los supone borrachos para ofrecerse una explicación. Viajamos juntos pero la estación-abismo no está en ningún sitio y está en todas partes. Siento que somos uno, que el tiempo es uno, que el espacio es un juego de mi imaginación. Los otros se burlan en silencio. No se burlan de mí. Es solo su forma de distraer el miedo. Esperar el milagro es la técnica que les han enseñado para creer que el abismo no es una estación. Lo repiten varias veces, no se cansan de ello. Se lo dicen uno a otros y permanentemente a sí mismos como un mantra. Nunca terminan de convencerse, pero lo disimulan bien.


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