Roberto Lerner,Espacio de crianza
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Le pregunté si extrañaba a sus padres, a la sazón de viaje. El chico, de 15, me dijo que no. Usaba un truco: prendía la luz del cuarto del fondo, donde su padre trabaja, y el televisor en el dormitorio de la mamá. “Es como si estuvieran”, me dijo.
Se trata de una luz y un ruido que terminan por simbolizar la función y el espacio de los padres. Rastros, huellas imprecisas, murmullos que sirven de poco. A pesar de la ironía del adolescente, sus padres tienen presencia, y él lo sabe, pero, por alguna razón, ni ellos pueden servirle ni él puede aprovecharlos. Se apagan y se prenden mutuamente, pero no se conectan. Desencuentros e incomprensiones son frecuentes y, sobre todo, hay una constante desilusión. Los padres podrían decir algo parecido: si escuchamos el tecleo en la PC, está.
Muchas veces he hablado del adolescente solitario. Parecen adultos y muchas veces son tratados como tales. Quieren encontrar adultos que toleren sus impaciencias y críticas sin tomar las cosas de manera personal, pero sepan poner límites y orden con firmeza. Quieren que se enteren de sus inseguridades sin perder la cara y que siguiéndolos de cerca les permitan explorar el mundo y asumir una identidad. No es solamente cuestión de presencia física sino de disponibilidad y tiempo, prioridades y compromisos.
Desgraciadamente, se trata de recursos muy escasos, casi de bienes preciosos, de valores olvidados. La culpa no la tienen, por lo menos no principalmente, la televisión o la computadora, sino nosotros mismos que no podemos darnos, ofrecernos, brindarnos a los otros, entre ellos nuestros hijos, para establecer alianzas que permitan enfrentar la vida.
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