Roberto Lerner,Espacio de crianza
http://espaciodecrianza.educared.pe
Los hijos son el mejor antídoto contra el tiempo, ese veneno que termina por hacer de las suyas tarde o temprano. Son la medida de nuestra finitud, pero también las unidades que ordenan nuestros días de manera diferente. Los marcan con sus pequeños y grandes logros, con sus pasos hesitantes, con sus conquistas decididas, con sus preguntas inocentes, con sus risas y sus llantos, con la concreción de lejanos sueños y, a veces, con la realización de ocultas pesadillas. Nuestros hijos son una victoria de la vida sobre la futilidad, de la trascendencia sobre la falta de sentido. No derrotan definitivamente a la muerte, pero sí le sacan la lengua.
Ya faltan pocas semanas: como todos los años, un grupo de jóvenes concluye sus estudios escolares. Incontables chicos y chicas se gradúan hartos del colegio, muchos de ellos ya embarcados en proyectos de formación posterior, todos con ganas de vivir intensamente sus sueños de libertad y ejercer plenamente el poder de sus cuerpos y todos, también, con secretas tristezas y nostalgias por lo que se queda en las aulas.
Todos los años es igual. Es grande. Enormemente alegre. Parcialmente triste. Se reúnen los que estaban separados por el espacio, por el sentimiento y hasta por la muerte. Se renuevan las promesas. Se hacen pesadas las ausencias. Se recuerda con extraña nitidez y sorpresa esa incomparable sensación de haber asistido, fue tan solo ayer, al nacimiento de un ser.
Pero para los integrantes de las miles de promociones que van a egresar este año es diferente y todavía tienen tiempo para darse cuenta, haciendo un alto en el remolino de fiestas, ceremonias, academias, exámenes de ingreso, que ocultan la diferencia de lo que todos los años parece igual.
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