Roberto Lerner,Espacio de crianza
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Llegaron por Raúl, de cinco años. Se acercaron a la secretaria y preguntaron por el doctor con voz queda. Se les indicó que tomaran asiento. Ocuparon el lugar designado, muy juntos, en silencio, mirando el suelo con las manos juntas sobre las rodillas, sin mirar a su alrededor ni hablar con otras personas. Una señora reclamó por quince minutos de retraso. Ellos esperaron hasta ser llamados.
Pregunté: “En qué los puedo ayudar”. Respondieron: “Tenemos un hijo tímido”.
Lenguaje corporal, modo de hablar, gestos, lo que vi cuando crucé la sala de espera… no, Raulito difícilmente es arrasador, hablador y osado. No se trata de cambiar al niño, sino que los padres comprendan su temperamento –determinado por factores genéticos–, lo qué significa y que a ellos les parezca tan malo como para un mensaje “no seas como nosotros”.
A veces queremos contrariar el estilo de nuestros hijos, un espejo con nuestra imagen; evitarles los problemas que nos trajo y trae: las consecuencias de nuestra impulsividad, desorden, dificultad para hacer valer nuestros derechos.
Queremos torcer en los chicos lo que no podemos cambiar en nosotros. Recién comienzan, están a tiempo de corregir lo que sufrimos. O han salido a alguien cercano que no nos gusta, o son distintos del perfil de moda para triunfar.
Salieron sin terapia para el chico, pero con una idea más clara de lo que es un temperamento, las posibilidades de alguien cuyo mundo interno es rico, posee sensibilidad y dibuja maravillosamente.
Raúl ya lee y hace preguntas que sus padres, de estilo parecido, gozan respondiendo. No será maestro de ceremonias, pero hará cosas provechosas gracias a su temperamento.
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