Roberto Lerner,Espacio de crianza
espaciodecrianza.educared.pe
Una mujer de 45, con 20 años de matrimonio y dos hijos adolescentes, me cuenta que en la TV escuchó a entrevistados definir el amor. “Claro, San Valentín. La verdad, no hubiera sabido qué decir, bueno, quizá estar juntos en la buenas y en las malas”, dice.
Una forma de expresar sus dudas acerca de lo que siente por su esposo. En efecto, es lo que terminó por compartir conmigo, algo avergonzada. Contrariamente a un orgasmo, un hecho puntual, que pudo definir sin mayor problema, el amor es un proceso y se reinventa permanentemente.
“No confundas amor y enamoramiento”, le dije. “Define el segundo”, retrucó. “Ganas de estar juntos, anticipar el encuentro, esperar las sorpresas en lo rutinario, fluir sin esfuerzo en lo cotidiano, perder la noción del tiempo”.
“¡Qué suerte, sentir eso por tu pareja después de tantos años!”, me dice. Levanto la mirada. “¿Mi pareja? No, estoy hablando de mi nieto”, corrijo con franqueza algo impulsiva.
Enamoramiento y amor romántico tienen duraciones variables. Dicen que el primero da para un año y el segundo para siete. Idealmente se integran en una alianza para la vida que puede durar hasta la tumba, y asoman en medio de la amistad, el respeto, la admiración y el sentido del humor.
Pero el enamoramiento sigue siendo vital. Claro que los hay traicioneros de la confianza ajena y contraproducentes para el bienestar del conjunto. Pero emprendimientos de todo tipo, causas, aprendizajes, nietos, son, si no son excluyentes y obsesivos, vigorizantes y positivas formas de enamoramiento. Especialmente cuando nuestros latidos por la pareja y los de los hijos por nosotros no son tan desbocados como en otros tiempos.
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