Hoy se cumple un año de la muerte de Muamar Gadafi a manos de los insurgentes que querían un nuevo y mejor país. Pero 365 día después del derrocamiento del dictador libio, aún no hay Gobierno; mientras que la economía y la seguridad están en un punto muerto.
El elegido primer ministro, Ali Zidan, intenta formar un gabinete después de que un candidato anterior fuera censurado en una moción en el Parlamento; las escaramuzas a tiros se suceden en todo el país, a menudo ancladas en viejas disputas por propiedades y tierras, informó el diario español El País.
Las milicias que sacaron a Gadafi del poder campan a sus anchas y las autoridades recurren a menudo a ellas para mantener un orden precario en varias ciudades.
El saqueo de los arsenales de Gadafi propició una proliferación de armamento que se deja sentir en países vecinos como Malí, y también en Bengasi, donde el 11 de septiembre murió el embajador estadounidense Christopher Stevens y tres de sus asistentes.
La apertura de puertas a otra época –tan deseada por los rebeldes– con respeto a los derechos humanos y a la libertad de expresión se demora en llegar tanto así que en Libia se ha prohibido criticar a la revolución que derrocó a Gadafi. El recorte de libertades hace que muchos grupos sociales teman por sus vidas.
Los enfrentamientos entre las tribus, cuyo número asciende a 140, se incrementa. La mayoría de estos grupos están inmersos en relaciones hostiles, esto sumado a los cerca 20 millones de armas que circulan en Libia después de las batallas contra el exlíder libio, convierte a estas etnias en un polvorín.
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