ROBERTO LERNER
Psicólogo
Era en la casa del dueño del santo. Los invitados se la pasaron, cada uno con su laptop, con juegos en línea y solo accedieron a cantar y apagar velitas bajo intensa presión de la madre del homenajeado.
El bosque de laptops y las caritas iluminadas frente a cada pantalla, la ausencia de interacción —bueno, la tradicional, ya que intercambiaban mensajes permanentemente— generó hartos comentarios. Desde los teñidos por la nostalgia de transacciones con ojos y músculos, hasta la condena a padres ellos mismos sumergidos en conversaciones virtuales y ajenos a los gestos de quienes están a su lado, pasando por resignación ante la ola tecnológica virtual u optimismo en el increíble potencial que ofrece.
La distancia con respecto de la realidad —ya no se toca, habla— y la inmersión en dimensiones intangibles o aparentemente irrelevantes —simulaciones, avatares, guerras o negocios virtuales— cuestiona, angustia y remece convicciones acerca de qué es, dónde está el mundo real y qué se necesita para desenvolverse exitosamente en él.
¿Novedad? Los humanos venimos poniendo distancias con lo tangible o lo indispensable para sobrevivir desde el inicio de nuestro recorrido como especie. A partir de la urbanización y la revolución industrial, comimos, nos vestimos y usamos materiales confeccionados por manos invisibles y desconocidas; convivimos con extraños, nos transportarnos sin mover nuestros músculos —hasta volamos sin tener alas— y hablamos con quienes están lejos sin gritar. El mundo se achicó.
Nuestras tecnologías no han hecho sino suplementar o reemplazar lo que nos dio la mami naturaleza: fuerzas propias proyectadas a distancias, velocidades y lugares antes impensables. Son remediales (en muchos casos literalmente: audífonos, lentes), prósteticas. Nuestras mentes han conceptualizado y operacionalizado dimensiones a las que nuestros sentidos no pueden acceder, sobre todo a través de la ciencia (electrones, materia oscura, etc.).
Pero ahora estamos en el umbral de algo diferente.
Nuestro cerebro detecta patrones sobre la base de información que le llega de dentro y fuera del cuerpo. Ese proceso conduce a una representación del mundo, una ventana a lo que es, lo que hay. Al kilo y medio de masa encefálica que tenemos dentro del cráneo, totalmente aislada, le da igual si la energía llega bajo la forma de luz, sonido, presión mecánica o lo que fuere que nuestros órganos sensoriales se han especializado en captar.
Hoy podemos diseñar periféricos que asimilan formas de energía que no están en el margen pobrísimo —una fracción de trillones— que nuestros organismos y sus periféricos naturales permiten. Así, ondas electromagnéticas, presiones de aire, campos de fuerza, sonidos o colores allende el espectro habitual, o lo que sea, pueden llegar al centro de control nervioso que llevamos sobre los hombros. Allí es donde esa información se constituirá en patrones que viviremos como un mundo interno distinto y asomaremos a una ventana diferente.
Ello cambiará nuestras maneras de relacionarnos, amar, aprender, negociar, celebrar, producir y captar arte, confrontarnos, etc.
Podemos, por ejemplo, transformar información que viene de una cámara en estimulación eléctrica de la lengua o la espalda en imágenes que permiten moverse en el espacio, como cuando el tacto convierte altorrelieves en letras y sonidos en la lectura Braille. O, más osado, trasladar a nuestro cerebro en tiempo real los cambios atmosféricos que suceden en 10 km a la redonda; o alimentarlo con todas las transacciones bursátiles; o con tuits. Éste terminará por darles sentido y nosotros los viviremos como parte de la representación de la realidad.
¿Qué tiene que ver ello con el cumpleaños aparentemente autista del primer párrafo?
Mucho. Los cerebros se recablean sobre la base de un suministro permanente de información que no proviene solo de labios, ojos y extremidades. Cada vez más los dispositivos transportables hacen las veces de órganos sensoriales, y los mensajes que reciben no son sino un insumo constante que no difiere de las ondas de luz o sonido. Nuestro cerebro los convierte en parte de una representación del mundo que es la realidad.
Cuando las interfaces que existen y las que se anuncian formen parte de nuestro organismo o lo acompañen permanentemente —o sean, como en el Sr. Papa, intercambiables—, lo del cumpleaños va a ser un fenómeno intrascendente frente a la reformulación de lo humano y su realidad.
TENGA EN CUENTA
- ¿No era alejarse de la realidad pintar en cuevas paleolíticas, enterrar muertos, hacer monumentos, usas sustancias psicoactivas, escribir poemas, idear utopías, imprimir y leer historias, ver obras de teatro? Claro, todo entre rostros familiar
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