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Opinión

Siete años después de haber regresado al Perú, asisto, atónito, a un fenómeno extraño y desconcertante. Cada cierto tiempo necesito regresar al país en que he sido más infeliz. Que Dios me perdone. He llegado al colmo de extrañar Estados Unidos.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

El 28 de junio de 2003, un maravilloso tutti fruti de problemas perfectamente sincronizados me obligó a hacer algo que no figuraba siquiera en mis cálculos más pesimistas: irme, hasta nuevo aviso, del Perú. Que, en los años que siguieron, mi mofletuda faz no apareciera en ninguno de esos cansones reportajes sobre peruanos que triunfan en el extranjero, no es extraño. No conquisté Manhattan con mi caucau ni con mi fritanguita. No me convertí en el nuevo jale de Univisión. No fundé la primera línea de combis que atraviesa el Holland Tunnel. No publiqué ninguna crónica sobre asentamientos humanos en el Atlantic Monthly. No estuve en la lista de best sellers del New York Times. No me fui, pues, a los Estados Unidos a triunfar. O tal vez sí, si consideramos que triunfar, en ese momento, consistía en no desmondongarse por completo, en continuar parado sobre mis nobles chancabuques. Fue en pos de aquella modesta victoria que me fui. Me fui de este país, por el que admito profesar el amor más serrano del mundo, sencillamente porque no me quedaba más remedio.

En más de una ocasión, volver a leer alguna frase que escribí en aquellos años me ha producido una vergüenza espantosa y casi ajena. No importa. Me la aguanto como los machos. Ese era yo en aquel entonces, y el que soy ahora no tiene ningún derecho a pretender corregir o hermosear el pasado. Es cierto que cuando me fue como el culo, muchos de mis viejos amigos desaparecieron. Era natural. Nadie tiene tiempo ni espíritu para cumplir con el odioso rol de kleenex a tiempo completo. Y aunque algunos garantizan que el infortunio es el filtro perfecto para saber, a ciencia cierta, quiénes son tus amigos verdaderos y cuántos dedos te sobran en la mano a la hora de inventariarlos, yo he optado por creer que es la ominosa procesión de la vida la que los lleva y los trae, acercándotelos o alejándotelos, a su regalado antojo. Es muy probable que la relativa comodidad con que creo haber aprendido a llevarme puesto se deba a un supremo ejercicio de insignificancia: el de admitir, con llana resignación, que, al final, nadie me pertenece, nadie moriría sin mí, nadie me debe nada, nadie me es inseparable, nadie es mío.

Hay quienes dicen que cuando los mecanógrafos se exilian, lo hacen solamente para poder escribir líricamente sobre cuánto padecieron el destierro, y yo sospecho que mucho en ello hay de verdad. El mío duró un poquito más de tres años que, más que literarios, se me hicieron francamente oleaginosos, densos, melodramáticos, interminables. No porque me muriera de hambre, para nada, sino porque allá y, a pesar del asfixiante calor floridano, impedido –hasta nuevo aviso– de abrazar, me moría de frío. Y lo único peor que no tener con quien conversar es no tener a quién insultar. Si no me lo creen, lean lo que le escribí a un grandísimo amigo la noche que descubrí, furioso, que el suyo era el último mensaje que quedaba en mi bandeja de entrada y que ya nadie me escribía pues había completado la ardua tarea de pelearme –¡por Internet!– con absolutamente todo el mundo: Bronqueémonos. Eres el único que me falta. Juiciosamente me he dedicado a dinamitar los últimos puentes que me quedan. Trompearse en ausencia, además. Que no es sencillo. Golpearse de lejos, sin tocarse. Y hacerse pedazos, sin embargo. Ya que todo el mundo dice que no amo a la gente. Que estoy hecho de sustancias aciagas, etcétera. Mechémonos. Todo el mundo tiene razón. Y eso me aburre. Me aburre tanta reprimenda. Me aburre pedir audiencia, pedir permiso, pedir disculpas. Me aburre esta espontánea guerra no declarada contra cualquiera que ose intentar siquiera hacerme sentir lo que probablemente nunca sienta. No siento nada, cabrones. Tengan ustedes la bondad de irse a la concha de su madre y thank you very much.

Como ocurre con ciertos rechonchos sapos de la Amazonía, cuando alguien me agrede o me repele, una extraña glándula alojada debajo de mi lengua segrega un ácido letal y lo dispara. Es algo biológico, completamente reflejo, ajeno a mi voluntad. Cuando algo me parece una mierda –sput– lo digo. Y, claro, la cago, en consecuencia. Me enemisto en el acto con todos, especialmente con the top people of Peru, los Charlies del rrioba, la gentita con la que, estratégicamente, me convendría siempre hacer chin-chin, pelarles las muelas y posar a su lado, partiendo un confite, para la foto en Mamacona. Perdónenme mucho pero a mí esa mierda no me sale, se me revuelven las tripas, vomito la primera papilla, muto –sin escalas– en Linda Blair. Llámenme resentido social, económico o sexual, pero lo siento, no está en mis genes, no puedo. Y pese a todo, este es el sitio que he elegido para vivir y morir. Pese a que Lima sigue siendo –cada vez más– el Gran Buffet All-you-can-eat de la Antropofagia, nunca me mandé mudar del todo, por más que quise. Lo intenté con toda el alma pero fracasé con roche. No pude. Cuando me fui de esta basura, la añoré. Cuando me fui, la adoré como adora el chancho la cochinada. O para decirlo más bonito y cantando: Cuando me fui, no me alejé.

Nunca estuve, sin embargo, tan cerca de mis amigos de Lima que cuando me fui. Digo “mis amigos” y siento escorpiones en la lengua. No ignoro que disto bastante de ser el Príncipe de la Amistad. Tengo clarísimas las razones por las que puedo perfectamente resultar aborrecible para la platea, pues estas suelen aparecer con machacona insistencia en las rendidas declaraciones de odio que me envían con tesón. No los culpo, los absuelvo. Les extiendo mi bendición. Me he dado cuenta de que, en medio de este silencio de los corderos, yo debo ser una especie de hipopótamo desbocado. Por eso será que mi vida en Lima no ha sido, precisamente, coser y cantar. Porque fingir me cuesta más que a la gente normal. Tengan piedad de mí. Soy un minusválido. Trato de parecer lo que no soy, de expresar lo que no siento, de defender aquello en lo que no creo. Trato y trato. Lo intento con todas mis fuerzas pero, es inútil, fracaso con estrépito. Puedo traicionarlos a todos, excepto a mí.


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