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Opinión

El Gabriel García Márquez que descubrí en mi adolescencia era el conocido por todos: el realista maravilloso dedicado a explorar cómo lo extraordinario es cotidiano en la cultura rural del Caribe y, por extensión, de América Latina; el que privilegiaba una forma de conocimiento mágica, pre-moderna de las cosas, contrapuesta a la mirada científica, racional, de Occidente.

Edmundo Paz Soldán,Columnista invitado
Con los años descubrí que había otros García Márquez en los márgenes de ese mundo; me sigue fascinando el primero, pero me interesa muchísimo uno que lo subvierte y está a contrapelo del más conocido, uno dueño de una enorme lucidez para hablar de los medios masivos y las nuevas tecnologías como elementos centrales de la sociedad moderna.

El otoño del patriarca es la más compleja de sus obras al abordar ese tema: en ella García Márquez entrega una visión de un mundo donde la magia está subordinada a la tecnología y el poder se preserva gracias de una perversa utilización de la imagen. Quizás no podía ser de otra manera: uno de los escritores más mediáticos de la Historia tenía que saber algo acerca del impacto de la fotografía y la televisión; uno de los escritores más fascinados por el poder debía estar interesado en las formas que tenía este de perpetuarse.

En El otoño del patriarca hay una clara conciencia de la forma en que el poder se sirve de los medios masivos para transformar al dictador en mito popular. El narrador colectivo ni siquiera conoce en persona al dictador; solo sabe de él a través de su imagen omnipresente: “su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y escapularios”. Esas imágenes no son originales, sino “copias y copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa”. El patriarca puede envejecer y morir pero su historia es transformada en mito gracias a litografías, grabados y fotos que congelan el tiempo y lo presentan a sus súbditos eterno, incapaz de envejecer, y proyectado al infinito.

Pero el dictador no es el personaje más fascinante de El otoño, sino su feroz asesor Sáenz de la Barra. Es él quien lleva al extremo la manipulación de la imagen del patriarca, para seguir en el poder incluso después de la muerte de este. En una escena que los teóricos del simulacro deberían leer –y así dejar de citar tanto a Borges– el General se sorprende contemplándose a sí mismo en la televisión, diciendo cosas “con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir”. El misterio sería luego aclarado por Sáenz de la Barra, quien le dice que ese “recurso ilícito” ha sido necesario “para conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso”. Sáenz de la Barra lo ha grabado y filmado sin que se diera cuenta y ha elaborado con esos fragmentos un artificio que sustituye, para el pueblo, a la verdadera y confusa vida real.

Sáenz de la Barra ha descubierto una cualidad fundamental de las sociedades modernas: el poder necesita de la complicidad de los medios para sostenerse. García Márquez sabía más de lo que sospechábamos sobre el funcionamiento de las sociedades modernas en la era de la imagen y su reproducción masiva.


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