La obra de Raúl Tola (Lima, 1975) va de menos a más. Su última novela, La noche sin ventanas, también.
La noche sin ventanas es lo mejor que ha escrito Tola y por lejos. Ha aprovechado lo ganado en su novela anterior, Flores amarillas, y aquí lo desarrolla y plantea con mucha mayor dirección y seguridad. Flores amarillas, sin ser del todo lograda, significaba un paso adelante con respecto a sus primeros libros (una larga, anodina y fría prehistoria). Presenciábamos en sus páginas por fin a un narrador que luego de muchas dudas encontraba un lugar en el que se sentía cómodo: la exploración en la historia y la política peruanas, de las personalidades que desde el pensamiento o el poder las han moldeado, cuestionado y retorcido, y de cómo los destinos privados son afectados por sus sinuosos e impredecibles movimientos. Tola comenzaba así a escribir su propio rumbo.
En La noche sin ventanas, las peripecias intelectuales y vitales de la llamada generación del 900 y los padecimientos de esta durante la Segunda Guerra Mundial, así como la historia de la desdichada Madeleine –un buen retrato de las vidas anónimas que también conforman la secreta épica de todo suceso bélico–, están engarzadas con la habilidad de quien no deja cabos sueltos y dirige las tramas paralelas hacia una resolución cuyo propio transcurso vuelve sólida y sugerente.
Eso sí: la novela tarda en levantar vuelo. Tola se demora en contextualizar la época convulsionada que narra, en presentar a sus protagonistas y los grandes obstáculos morales y concretos que deben enfrentar. Es a partir del episodio del duelo entre Ventura García Calderón y el pariente de Miguel Iglesias cuando el libro adquiere una tensión que se irá fortaleciendo, especialmente en las dos últimas partes, hasta hallar su clímax en un final simbólico que es a la vez celebración de las ideas y la libertad sobre la intolerancia y el totalitarismo exterminador.
No debemos soslayar el rigor histórico que el autor imprime en cada capítulo. Sobradamente documentado, Tola despliega, usualmente con tino, glosas y comentarios que colaboran para que el lector no iniciado comprenda los pensamientos y discrepancias que guiaban a aquellos hombres, así como los juegos de ajedrez de la diplomacia internacional y el apogeo y caída del nazismo y el fascismo, tanto en Perú como en Europa. Ese rigor también es notorio en la ambientación de época, minuciosa en las cuidadas descripciones que pueblan la novela.
Sin embargo, hay en varios episodios un espeso didactismo que vuelve morosa la lectura en ciertos tramos y en más de una ocasión trunca su fluidez. No pocos diálogos caen en lo meramente explicativo o lo inverosímil, delatando las insuficiencias en la oralidad que Tola arrastra desde sus primeros libros.
Pero quizá la mayor crítica que podemos hacerle a La noche sin ventanas es una deuda que Tola todavía no consigue saldar: la omnipresente impronta de Vargas Llosa en todos los aspectos imaginables de esta novela. Esta influencia, que era también muy fuerte en Flores amarillas, aquí toma visos de dogma.
Con La noche sin ventanas, Tola ha dado un salto hacia adelante. Esperamos que en nuevas entregas ese progreso derive en una exploración mayor que aproveche lo avanzado hasta ahora.
VALORACIÓN:
- La noche sin ventanas.
- Alfaguara, 2017. 426 pp.
- Relación con el autor: cordial.
- Puntuación: 3 puntos de 5 posibles.
No se pierda la próxima Columna Vertebral sobre El espíritu de los ríos (Marco Martos) y Diario de viaje: Arequipa (Enrique Verástegui).
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.