Por Christian Saurré
Mis primeros años los pasé viendo a mi padre de 23 años jugando con un Atari conectado a un televisor Panasonic. En 1992, a mis seis años, mi papá, en un soplo de innovación compró un Nintendo (NES), que en ese tiempo empezaba a ponerse de moda. Una cosa cuadrada que parecía un ladrillo gris y del que se desprendía un control con botones de colores. Nada más llamativo para un niño de seis años, aunque lo que importaba, en realidad, era lo que aparecía en la pantalla del televisor: un hombrecito, plomero, de bigotes, overol y con la misión de rescatar a una princesa de las garras de un dragón. La tecnología y los años han hecho que estos aparatos logren jugar con nuestros sentidos haciéndonos sentir vibraciones, vértigo y, en algunos casos, olores, pero hasta ahora no hay algo que reemplace lo esencial de sentarse en un sofá a jugar un videojuego: el acto de recordarlo muchos años después. Hoy, tengo un Nintendo Wii bajo mi cama que saco cada vez que mi hija de tres meses no para de llorar en las madrugadas. Con eso intenté pasar las noches consolando a la bebé y superando niveles de algún juego. Fue en vano. Después de un par de intentos de ejecutar esta estrategia de padre primerizo, me aburrí. Nada era como antes. Algunas noches deseaba que mi hija –cuando dejaba de llorar y me miraba aturdida por los movimientos del juego– me viera con un Atari, como yo vi a mi padre. Que los gráficos no sean tan complejos y, sobre todo, que alguna de estas consolas me devolviera mi infancia para entregársela a mi hija. Hace unos días fui a una tienda especializada en consolas vintage y exigí: “Véndame un Atari, por favor”. “Sesenta soles”, me dijo el chico que atendía. A veces nuestra infancia está a la vuelta de la esquina, solo hay que buscarla y presionar start.
(christian.saurre@peru21.com)
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