Para más de 15 mil familias peruanas la herida sigue abierta. Han pasado casi 30 años desde que sus esposos, padres, madres, hijos u otros familiares desaparecieron en medio de la violencia que vivió el país, en los años 80 y 90, pero no pierden la esperanza de encontrar los restos de sus seres queridos y descubrir qué pasó.
“Nunca dejaremos de esperar. Queremos enterrarlos, ir a la sepultura de nuestros familiares, pero no sabemos dónde están. Pese al tiempo transcurrido queremos saber por qué desaparecieron y qué les hicieron”, dice Luis Aronés, presidente de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Afectadas por la Violencia Política del Perú (Conavip).
Hace unas semanas, esta asociación ha iniciado la campaña Reúne, en procura de la aprobación de una ley que facilite la búsqueda de estos peruanos. Los desaparecidos son personas cuyo paradero es absolutamente desconocido; pero también aquellos cuyo rastro se conoce o se presume, los que están en algún sitio de entierro que no ha sido exhumado o cuya muerte no ha sido reconocida legalmente por el Estado.
“Casi el 90% de las víctimas son civiles, pero también hay policías y miembros del Ejército que fueron abatidos por el terrorismo y yacen tirados en cientos de fosas comunes. Muchos también son niños que fueron llevados con sus familias, ya sea reclutados por Sendero Luminoso para adoctrinarlos a la fuerza o trasladados a bases militares”, refirió Aronés.
Rafael Barrantes, responsable del Programa de Personas Desaparecidas del Comité Internacional de la Cruz Roja, dijo que aunque el gobierno está impulsando la búsqueda y reconocimiento de estas personas, los resultados son insuficientes, pues actualmente la familia que quiere buscar a una persona desaparecida en la época de la violencia debe hacer una denuncia y esperar una investigación judicial, que puede durar varios meses o años.
“La investigación de crímenes contra los derechos humanos es ahora la única alternativa para que los familiares busquen a sus desaparecidos. Eso retrasa demasiado el proceso y, aunque se debe identificar a los responsables, es necesario priorizar la búsqueda humanitaria de los restos”, manifestó.
Barrantes refirió que otra limitante del proceso actual es que muchas personas que conocen o saben de los sitios de entierro –porque estuvieron presentes en esa época– tienen miedo de ser testigos en un proceso judicial y por lo tanto se niegan a participar.
Gisela Vignolo, adjunta de la Defensoría del Pueblo, refirió que además no se sabe con exactitud el número de personas desaparecidas en el periodo 1980-2000, pues el Consejo de Reparaciones acreditó a más de 8,000 personas, pero el Ministerio Público menciona a unas 15,000. En tanto, en doce años, el Equipo Forense Especializado del Instituto de Medicina Legal recuperó 2,478 restos mortales y ha entregado cerca de 1,500 cuerpos a sus familiares.
“Si tenemos en cuenta que en diez años se han recuperado poco más de dos mil cuerpos, podemos concluir que a ese paso se necesitarían siete décadas más para recuperar los restos de las 15 mil personas desaparecidas y mucho tiempo más para identificarlas y entregarlas a sus familias”, sostuvo.
Vignolo señaló que, pese al tiempo transcurrido, la problemática aún no cuenta con una estrategia integral para atender estos casos, pues hay muchos esfuerzos desarticulados. “La actual política no responde a la necesidad de las miles de familias de recuperar los restos de su ser querido, darle una sepultura de acuerdo con sus costumbres y cerrar de esta manera el duelo llevado por décadas”, dijo.
PROYECTO CONSENSUADO NO SE APRUEBA
Recordó que desde hace dos años existe el compromiso del gobierno de contar con una ley de política pública de búsqueda de personas desaparecidas. Ello ha sido plasmado en un proyecto de ley, cuyo texto ha sido trabajado por el Ministerio de Justicia y consensuado por diversos actores de la sociedad civil y del Estado, en mayo del año pasado.
“La iniciativa propone crear un grupo de trabajo para que se encargue de esta labor y adelantar la búsqueda de los restos mientras que la justicia sigue su camino investigando los casos. Es decir, se cambia el orden de prioridades para que las familias identifiquen en menor tiempo a sus seres queridos”, explicó Rafael Barrantes.
Aronés dijo que aunque el Ministerio de Justicia se comprometió a enviar el proyecto al Consejo de Ministros para su aprobación, esto hasta ahora no se cumple. “Nos hemos reunido con el viceministro de Justicia, pero no nos ha dado una fecha”, anotó. En tanto, el referido ministerio informó que se están afinando algunos detalles para aprobar el proyecto antes de fin de año.
ALGUNOS CASOS
“Llevo 32 años esperando saber qué ocurrió”
Adelina García Mendoza lleva 32 años buscando a su marido. El 1 de diciembre de 1983, un grupo de 25 encapuchados irrumpió en su casa a medianoche y lo detuvo bajo la acusación de terrorismo político. “Yo me agarré de mi esposo y no lo quería soltar, algo presentía. Él (Zósimo Tenorio) tenía entonces 27 años y trabajaba como cerrajero. Era un ex militar que sirvió a su patria, no era un delincuente cualquiera, pero igual se lo llevaron”, señala.
Después de ser detenido, Zósimo fue golpeado y trasladado al cuartel Los Cabitos, en Ayacucho. “Entonces me dijeron que en 15 días lo trasladarían a la PIP y podría verlo, pero esa espera se ha hecho eterna. Hasta ahora sigo esperando, quiero saber qué pasó, qué le hicieron, dónde está su cuerpo”, indica.
Adelina nunca más vio a Zósimo. Por esos años le dijeron que su esposo fue llevado al distrito de Totos, pero nunca pudo seguir un rastro. “La gente de allí sabe algo, pero como para su búsqueda la Fiscalía tiene que abrir un proceso, no quieren hablar. Tienen miedo y desconfianza”, dice acongojada.
Adelina quiere enterrar a Zósimo, llevarle flores o prenderle una vela a su nicho, pero no puede hacerlo. Cuando hay exhumación de fosas comunes ella tiene la esperanza de reconocerlo. “Sé que llegará el día en que lo encuentre, y para que ese día llegue más pronto pido que aprueben la ley de búsqueda de personas desaparecidas”, manifestó.
“Me dejaron sola con mis ocho hijos”
Cipriana Huamaní Janampa aún llora cada vez que recuerda cómo un grupo de marinos se llevó a su esposo durante una batida en la carretera entre Huanta y Huamanga, en Ayacucho. “Fue el 7 de julio de 1984. Mi esposo iba al cuartel del Ejército y los marinos, al ver su nombre (Rigoberto Tenorio), le pidieron que bajara del bus en el que viajábamos. Él fue obediente porque eran sus colegas. Yo intenté bajar con él, pero Rigoberto me dijo que no me preocupara. Sin embargo, me desesperé cuando vi que a mi esposo lo subieron a un carro y lo tiraron al piso para golpearlo”, recuerda.
Esa fue la última vez que Cipriana vio a su marido. Aunque entonces logró comunicarse con el comandante del Ejército de Ayacucho y este le aseguró que su esposo iba a ser liberado, eso nunca sucedió. “Me dijeron que lo habían soltado y que seguramente estaría en mi casa, pero cuando llegué, él no estaba”, dice la viuda sollozando.
Cipriana refirió que, pese a que las autoridades fueron testigos del secuestro de su marido, se negaron a declarar ante la Policía porque los marinos las amenazaron de muerte. “Todos tenían miedo a los marinos, pues ellos detenían y desaparecían a quien querían”, dijo.
Pero Cipriana no se rindió y siguió presentando denuncias y buscando a su marido. En su búsqueda recibió amenazas y encontró varias fosas y cadáveres descuartizados. “No sé si lo buscaban o fue casualidad. Hasta ahora no entiendo qué pasó. Lo único que quiero es que aparezca. No importa el tiempo, quiero ver sus restos. Me dejaron sola con mis ocho hijos y merecemos una respuesta para calmar este dolor”, señaló.
“Mi madre buscaba a mi papá entre cadáveres”
Durante muchos años, Glinca Yangali Muñoz se sentaba a la puerta de su casa, en Churcampa (Huancavelica) para ver cómo llegaban los buses de transporte provenientes de Ayacucho y Huancayo. Ella tenía la esperanza de que su padre y sus dos tíos, que fueron secuestrados por la Policía en la época de la violencia –el 21 de noviembre de 1983– regresaran a su hogar. Cuando Glinca creció, se dio cuenta de que eso nunca ocurriría. “Mientras tú no veas un cuerpo o los restos, es difícil aceptar la muerte. Siempre hay una esperanza y en mi familia esperamos cinco años para aceptar la idea de que mi padre había muerto”, refirió.
Glinca tenía 11 años cuando la Policía se llevó a Fortunato Yangali y a sus hermanos Efrén y Rómulo Yangali. Todos eran líderes comunales y fueron convocados a una supuesta reunión de trabajo en la comisaría de la zona. Sin embargo, esa cita nunca se produjo. “Mi mamá fue a la comisaría, pero la Policía negó haber citado a alguna reunión. Luego, los policías que los convocaron fueron cambiados de lugar y así perdimos todo rastro”, manifestó.
Pese a ello, la madre de Glinca nunca se dio por vencida. Acudió a varias instancias nacionales e internacionales, a los periódicos y presionó a las autoridades de la Fiscalía, pero como respuesta fue secuestrada y torturada. “Mi madre iba periódicamente a las laderas de los ríos para voltear los cuerpos que eran dejados en la zona, pero no hallaba nada. Ella tenía la esperanza de encontrar a mi padre vivo. Pese al tiempo, nuestra meta hasta ahora sigue siendo encontrar los restos de mi papá”, acotó.
Por Mariella Sausa (msausa@peru21.com)
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