De adolescente, con mi padre, teníamos un restaurante favorito y, lo mejor, cotidiano. Este se llamaba Elia y estaba a pocas cuadras del lugar donde ambos trabajábamos. Allí íbamos unas dos veces por semana y, los demás días, si bien no nos sentábamos en sus mesas, sí comíamos sus productos: comprábamos los deliciosos baguettes de su panadería anexa, sus pizzas artesanales, sus jamones caseros y hasta su aceite de oliva. En este lugar probé una lasagna de verdad, unos espaguetis en verdad al dente, unos agnolottis como los de la nona y más. Resulta que el espacio, creado en los 30 por la familia Tomasevich, se sigue reinventando con quinotos de lentejas y de azafrán, con muchames de atún y más… pero nosotros siempre volveremos por sus clásicos. Provecho.