El reino de Tailandia para los extranjeros que llegan a visitar esta enigmática tierra es sinónimo de desenfreno absoluto, turismo en playas de ensueño y compras a precios de locura.
Basta dar unos pasos por Bangkok, su capital, para toparnos de inmediato con mercadillos en los que se vende todo lo que se pueda imaginar, casas que ofrecen tours para pasear en elefantes o ver a tigres de bengala sueltos y, claro, bares que nunca cierran, mujeres bailando casi desnudas y mucho licor.
Sin embargo, hay un mínimo grupo de viajeros que no vienen por diversión. O mejor dicho, por esta clase de rumba. Esta pequeña legión extranjera llega a Asia con un sueño diferente al de disfrutar de la noche. Viene a correr 20 kilómetros diarios en un sol infernal. A intercambiar golpes, sudor y sangre, y a llevar su cuerpo al extremo. Entre ellos, me encuentro yo.
Esta diversión, extraña quizás para la mayoría, se llama muay thai y es el deporte nacional del reino de Siam (antiguo nombre de Tailandia). Se trata de un arte marcial milenario que ha evolucionado hasta convertirse en una disciplina de orden mundial. En este país, es una tradición que se respira en cada rincón.
Los peleadores son muy respetados y es solvente dedicarse a luchar. Incluso, puedes hacer mucho dinero si logras convertirte en una superestrella. En esta tierra no existen campeones mundiales de otras disciplinas de lucha como boxeo, kick boxing o artes marciales mixtas (MMA).
Podría estar Mike Tyson caminando con Jon Jones y nadie les pediría un autógrafo. Más bien, de seguro, las anfitrionas de las cantinas se les acercarían para invitarlos a beber, como lo hacen con todos.
Para ser reconocido en esta tierra tienes que ser campeón de uno de los estadios de muay thai. Tu nivel acá depende de la arena en donde combates. Ser campeón mundial para los tailandeses equivale a tener un cinturón de cualquiera de sus dos recintos más importantes: el Lumpini y el Rajadamnern. Solo unos pocos extranjeros han conseguido este logro.
A DIVERTIRSE
Tailandia es otro mundo. Empezando por su idioma, sus costumbres, su comida y, claro, su cambio horario comparado con Perú (12 horas menos). Acabo de volver y mi organismo aún no se adapta a dormir cuando allá es de día.
Viajé con mi amigo Javier Alvarado y su hijo Neil, ambos practicantes aficionados. Estuve cinco semanas y esta vez pude conocer cómo es el negocio de los combates. Aunque me sigue sorprendiendo, la primera vez en Tailandia marcó mi vida.
Pisé suelo tailandés allá por noviembre del 2013, con poco dinero y sin mapas ni estrategias, solo con el afán de ser aceptado en un campamento que, además de entrenarme como monje (casi sin salir), me consiguiera peleas profesionales.
Así, terminé en el Sinbi Muay Thai Camp, ubicado en Phuket, a una hora en avión de Bangkok. Para que te tomen en cuenta de verdad tienes que ser uno más de ellos: nunca quejarte, entrenar hasta el desmayo y estar dispuesto a pelear en cualquier momento.
Como campeón del mundo de kick boxing, tenía un muy buen arsenal técnico de golpes de puño y pierna. Sin embargo, sus reglas son muy distintas. Si bien es cierto, logré un título sudamericano amateur en muay thai hace como 10 años, esto era diferente.
A ello, se sumaba que los tailandeses detestan el kick boxing. Sienten que es un hijo mal engendrado de su arte, ya que este deporte se creó en Japón en los años 70 modificando sus reglas y técnicas originales para poder incluirlo en la televisión.
Igual, poco a poco me fui ganando el respeto. Para el combate, me entrenó Nai Sinbi Muay Thai. Un luchador en actividad con 450 peleas en su récord. Ese es otro detalle que solo se ve acá.
Los boxeadores debutan a los 8 años en peleas profesionales, con apuestas muy fuertes. Es algo natural que los padres entreguen a sus hijos a los campamentos pues es la única forma de lograr dinero y respeto. Más que un deporte, es una cultura. Nai fue uno de esos niños y ahora es un luchador muy respetado.
Los combates en los estadios se celebran a diario. Un luchador puede competir hasta cinco veces en un mes. En Occidente, la preparación para una pelea dura aproximadamente dos meses. En este tiempo, un boxeador thai promedio habría hecho no menos de seis peleas.
UN SUEÑO
Me preparé muy duro. No fue sencillo. Tenía que acostumbrarme al ritmo thai y a sus reglas. Poco a poco me adapté, así como lo hice a comer su comida picante o a incluir de vez en cuando escorpiones y tarántulas como parte de la dieta.
Aprendí a lidiar con los entrenamientos enfocados en la dureza y la resistencia más que en la ciencia, como en Occidente. Correr en el sol todos los días, golpear los sacos duros, patear a los guanteletes tailandeses y mucho trabajo de lucha. Eran dos sesiones diarias de tres horas de lunes a sábado. Nunca falté y a las pocas semanas me propusieron una pelea.
De adolescente siempre soñé con viajar a Tailandia, con pelear en este circuito que está fuera del mundo y de los títulos de las asociaciones occidentales, al que no le importa ningún cinturón más que el de sus estadios y que solo respeta a los campeones y peleadores locales (sean autóctonos o extranjeros), pese a los cientos de años que han pasado y de la forma en que Occidente ha querido muchas veces tomar riendas en su deporte.
Mi combate se tornó crudo. Recibí codazos en la cara y rodillazos en las costillas, técnicas características de este deporte a las que yo no tenía costumbre. Sin embargo, logré ganar por nocaut planteando una estrategia de utilizar bien mi lucha a distancia, mi velocidad y mi experiencia.
Fue maravilloso y una sensación indescriptible levantar la bandera peruana ante unas dos mil personas que ese día acudieron a la velada en el Bangla Boxing Stadium de Phuket. Y pensar que estuve a punto de cancelar el combate por una fuerte infección en el ojo derecho.
Sin embargo, decidí cumplir mi mayor anhelo y, de paso, asegurarme la comida para mi última semana de estadía. Viajé, como siempre, sin el absoluto apoyo de las entidades del Estado, solo con el patrocinio empresas privadas.
Igual, volver por tercera vez a Tailandia ya lo tengo en mi corazón como un reto. Y así como dejé mi trabajo estable para vivir solo de los combates, ahora estoy empezando a soñar con dejar el kick boxing y el país. Además, será una excusa más para escribir historias mejores que esta.
Por Miguel Sarria – Campeón mundial de Kick Boxing
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