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Opinión

La niñez incluye voluntad de afirmación personal y lucha por un lugar. Desde el inicio se combina desvalidez con fuerza. No podemos prescindir del otro, pero ejercemos influencia sobre él. Los marcos de referencia y sistemas de regulación que limitan tanto el grado de poder como el de sometimiento son determinantes en la experiencia individual y colectiva del poder.

Niños y adolescentes nos observan. Y aprenden: el valor de la palabra, las maneras en que nos enfrentamos, las reglas explícitas e implícitas de la contienda. Las figuras públicas y los que nos sometemos al poder que detentan en razón de nuestra delegación, de nuestra elección, somos modelos. Los mensajes que transmitimos son educativos, para bien y para mal. Las maneras en las que se ejerce el poder en todos los niveles, y cómo se lo limita, son parte del proceso de formación de nuestros jóvenes. Más que cualquier curso de civismo.

Algún simbolismo debe haber en el hecho de que votamos en locales escolares. Esos espacios casi privativos de la niñez y la adolescencia, donde se aprende a ser adulto, reciben la visita ritual de aquellos como los que ellos serán en el futuro. De sus modelos. Pero ese día los habituales aprendices están en otro lado.

Por eso es tan importante –desde el punto de vista de la formación de los niños– lo que ocurre entre cada elección. En el ejercicio de los diferentes poderes que marcan nuestra vida cotidiana –en la familia, la escuela y la comunidad–, así como a través de la práctica política, debemos encontrarnos con ellos y enseñarles a debatir, asumir diferentes perspectivas, respetar las normas. Para ello, por cierto, debemos predicar con el ejemplo.


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