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Opinión

Una joven que se encuentra realizando prácticas en el área de Recursos Humanos de una importante empresa debe seleccionar a una analista. Está orgullosa de haberlo podido hacer en un tiempo menor al esperado. “Pero me sentí una fracasada”, me dice. “Es menor que yo por unas semanas y ya está graduada. Si no hubiera tenido ese periodo en el que me descuidé con respecto de los estudios, que me dediqué más a otros asuntos, que sufrí problemas, estaría yo en su lugar”, afirma atribulada. “Si me entrevistan en el futuro, no sé qué diría para explicar el retraso. Uno no quiere signos de interrogación en su CV”, concluye.

Pero si, justamente, una vida está llena de ellos y una buena entrevista es aquella que los hace emerger de ese documento tan absolutamente soso e irrelevante, lleno de cronologías, títulos, cargos, logros y números, además de algunas descripciones francamente huachafas, con que nos presentamos ante un potencial empleador.

Son los signos de interrogación los que confieren riqueza, diferencian, añaden textura, sabor, olor, fuerza y carencia. Humanidad. Quien entrevista debe permitir a su interlocutor ir del CV a la historia. Poner en un relato, lleno de signos de todo tipo —exclamación, interrogación, puntuación—, la persona y su camino.

Lo importante no es saber el tiempo que tomó, sino qué sacamos mientras duró y cuál es el balance de las llegadas puntuales, los retrasos, los desvíos, los accidentes y, sobre todo, aquello que encontramos cuando buscábamos otra cosa. Es el personaje de ese cuento quien va a trabajar en una empresa, no una suma tonta de hitos.


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