08.MAY Miércoles, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Calle Cero; columna editorial de Cheka.

En 1940, mis bisabuelos llegaron a vivir al jirón Teniente Arancibia en el corazón de Barrios Altos. Desde ese momento, algo parecido a la tradición familiar empezó a construirse. Mis abuelos y luego mis tíos, incluyendo a mi padre, vivieron momentos tan gratos en ese lugar que despertó la curiosidad de un niño de 12 años que quiere saber del pasado de su padre. De sus juegos, sus aventuras de adolescente, la esquina del barrio en la que se reunía con sus amigos, quería saberlo todo. Decidí ir a Barrios Altos a pesar de las advertencias de mi padre. “Ten cuidado, ahora es muy peligroso”, decía. Eso detenía mi excursión. Años después, decidí visitar aquel barrio que era mío solo por herencia y que me despertó dos sentimientos: cariño y respeto. Muchas veces imaginaba a mi padre jugando fútbol en las pistas de la calle en la que vivía mientras todos los vecinos salían a verlos. Imaginaba un espectáculo de jóvenes disfrutando de su niñez, de sus juegos, de su barrio, a mi abuelo llamándolos con un silbido que ellos reconocían de inmediato. Ese llamado indicaba que era la hora del lonche. Imaginaba las jaranas en casa de mi abuelo con mis tíos y mi padre como jóvenes testigos de esta tradición que ahora, aunque fuera del barrio, aún sigue vigente. ¿Cuántos de nosotros quisiéramos tener un barrio donde eso suceda? Ese barrio de aproximadamente 14 iglesias adornándolo se convirtió en un símbolo de los principios que hoy se comparten en mi familia. La fraternidad, el compartir y la forma de interactuar con el entorno que nos rodea. Hace algunos días le pedí a mi padre que me contara cómo fue su niñez en Barrios Altos y, de pronto, todas las imágenes que tuve en todo este tiempo sobre Barrios Altos –de mis bisabuelos, mis abuelos, mi padre y mis tíos– se hicieron realidad. Era tal y como lo había imaginado. Un barrio que fue de ensueño y que debe ser recuperado.


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