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Opinión

El 1 de enero ocurrió una rebelión en la Prisión de Manaos en que fugaron 140 presos y 60 miembros del Primer Comando de la Capital (PCC) fueron horriblemente masacrados por los miembros de la Familia del Norte. Cinco días después, el PCC llevó a cabo una represalia, en la cárcel de Roraima, contra el Comando Rojo, aliado de la Familia del Norte, con un saldo de 31 muertos.

Anteayer, el PCC protagonizó otro motín y masacre en una cárcel del Río Grande del Norte, con un saldo de, al menos, 26 muertos, y ayer, ocurrió una rebelión y fuga en la cárcel de Curitiba, con dos muertos. Esas masacres y rebeliones son parte de una guerra entre el PCC y las otras mafias por el control de las rutas de drogas desde Colombia, Perú y Bolivia.

Estos problemas son antiguos, pero se han agravado durante los gobiernos del PT. Actualmente, Brasil tiene 622 mil presos hacinados en cárceles adecuadas para poco más de la mitad, y las políticas de gestión de cárceles han colapsado hace años.

El crimen organizado en Brasil es sofisticado y de una escala extraordinaria. Sus estructuras fueron copiadas de los grupos violentistas de la izquierda en los años 70, y refinadas después. Solo el PCC tiene 130 mil miembros, y las otras bandas cuentan con decenas de miles de miembros, cada una.

El colapso del sistema carcelario brasileño está ligado a la corrupción de la Policía y del Poder Judicial, que está entretejida con la corrupción de la aristocracia política. La esperanza es que los vientos moralizadores de Lava Jato lleguen hasta esos niveles.

Mientras los cambios no ocurran, las cárceles brasileñas protagonizarán una versión dantesca de la prehistoria.


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