16.ABR Martes, 2024
Lima
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Opinión

_“Esta alta vulnerabilidad no es gratuita. Los estándares de seguridad que detentamos son suicidas”. _

En estos días escucho el mismo comentario entre muchas y diversas personas. Dicen: qué raro que hayan tantos incendio seguidos en Lima. En las últimas semanas se han sucedido inmensos incendios cerca al aeropuerto, en Mesa Redonda y, hasta ayer, en Las Malvinas. En el verano pasado los desastres en la Plaza Dos de Mayo y en el Jirón de la Unión tampoco pasaron desapercibidos. A fines del año pasado la metrópoli tuvo otros siniestros igualmente trágicos. Solo basta recordar los eventos en la fábrica de pinturas de Ate y, poco antes, en el centro comercial Larcomar. No existe mes en el que las pantallas y las primeras planas muestren la espectacularidad de estas contingencias y las respectivas y lamentables desgracias. Esas que pronto olvidamos y, porque las olvidamos, nos vuelven a sorprender periódicamente.

Según una investigación realizada por Procobre –como parte de su programa Casas Seguras- en Lima existen alrededor de 110 mil viviendas con instalaciones eléctricas inadecuadas. El estudio dice, asimismo, que se trata de una cifra que subestima considerablemente la realidad pues no toma en cuenta las construcciones informales entre las que vivimos. Solo en enero último los bomberos enfrentaron 516 incendios, 40% de los cuales se debieron a cortocircuitos. Y solo el 25 de diciembre pasado enfrentaron 94 incendios entre Lima, Callao e Ica. Está claro que los limeños no solo vivimos en la precariedad sino que, además, festejamos la fiesta de la esperanza poniendo en riesgo nuestras vidas. Por último, el año 2015 nos trajo más de 9400 incendios y en el 2016 tuvimos un incremento anual de casi 30%.

Algunos inclusive atribuyen esta última racha a un probable sicosocial. Cómo se nota que nuestro escenario político es una desgracia: cada infortunio nos recuerda la falta de liderazgo y el descuido y abandono en que vivimos todos, especialmente los más pobres. Pero no deberíamos sorprendernos. Esta alta vulnerabilidad no es gratuita. Los estándares de seguridad que detentamos son suicidas, basta con visitar a una buena parte de empresas grandes, pequeñas y medianas, a locales públicos de diverso tamaño y a la gran mayoría de los hogares de nuestra empolvada ciudad, para corroborarlo. Un ejemplo cotidiano: no invertimos en cambiar los tableros eléctricos de cuchilla por los termoeléctricos, sobrecargamos los enchufes como si fueran invencibles. Estamos algo más que confundidos.

No es verdad pues que en estas semanas hayan tantos incendios seguidos. Es lo normal. Nos alarmamos e indignamos con cada desgracia, felizmente, pero no hacemos el ejercicio reflexivo que corresponde, ni cambiamos consecuentemente esta forma de vivir descuidada, absurda, negligente. Este es un punto donde gobernantes y gobernados coincidimos. La vulnerabilidad es lo normal. La inconciencia, lo natural.


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