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Opinión

“Aunque no se quiera creer, no es que las ciudades solo atraigan la pobreza, también la producen. Ejemplo de ello es el terrible caso de Jovi y Jorge”.

A pesar de que no es ninguna sorpresa, las ciudades concentran riqueza y prosperidad, y, por lo tanto, atraen a las personas en su búsqueda de bienestar. Son un imán para las personas más necesitadas, hambrientas de siquiera una oportunidad que les permita progresar. De hecho, 3.3 millones de peruanos que viven en situación de pobreza habitan en las ciudades de nuestro país (INEI, 2016). Sin embargo, ellas y, en especial, Lima se presentan como espacios muy vulnerables en los que los riesgos se incrementan y la calidad de vida es cada vez más difícil de alcanzar. Aunque no se quiera creer, no es que las ciudades solo atraigan la pobreza, también la producen.

Ejemplo de ello es el terrible caso de Jovi y Jorge, los trabajadores muertos quemados en el incendio de Las Malvinas que pone en evidencia esa vulnerabilidad. Aquí no solo estamos frente a las consecuencias de la informalidad reflejadas en la ausencia de permisos, licencias y seguridad, sino también frente a la precariedad de las condiciones laborales a la que se someten las personas con mayores necesidades.

Si bien hay quienes señalan que es exagerado hablar de esclavitud, el contexto de trabajadores encerrados con candado por horas y sin poder siquiera salir a comer o ir al baño nos demuestra que el abuso y la explotación no conocen límites. Lamentablemente, estas prácticas son más comunes de lo que queremos ver. Otras industrias también “progresan” sobre la base de este tipo de prácticas inhumanas e ilegales.

Es importante restituir en nuestra sociedad valores como la decencia y el respeto. Resulta indispensable devolver la autoridad y la potestad de fiscalización a las instituciones públicas; revivir los sindicatos como entidades de defensa de derechos y ejercer el control urbano para evitar nuevas tragedias.

Se necesitan municipios que tengan la capacidad y el apoyo para hacer cumplir las normas y, por supuesto, que no les rompan la mano a los funcionarios – práctica que se ha institucionalizado–.

La semana pasada me preguntaba qué necesitábamos para dejar de ser una ciudad de mierda. Y aunque las respuestas sean muchas y complejas, lo primero y más importante es que nosotros, usted y yo, debemos dejar de tolerarlo. En nuestras manos está el cambio. Incluso, si cree que ya todo está perdido, insista: tome acción. Por su futuro, el de su familia y el de todos. Para dejar de ser una ciudad de mierda.


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