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Opinión

“No es normal coordinar por teléfono un viaje a Cusco y que al poco rato mis redes se llenen de publicidad sobre pasajes y hoteles a esa ciudad”.

Michael Callow, el primer ministro de una monarquía británica recibe, una madrugada, la llamada de un desconocido que le comunica que ha secuestrado a la princesa. El premier tiene las horas contadas: si no sale en televisión fornicando con una chancha antes de las 4 p.m., el plagiador matará a la infanta. Callow entra en pánico, está casado y tiene un hijo de meses, su esposa está traumada. En pocas horas ya se ha reunido con sus asesores, intentando contrarrestar la propuesta con un plan más digno o deseando con toda su alma que la llamada sea falsa. Mientras agoniza de desesperación, lo llama también la reina para presionarlo. El secuestrador ya hizo público su pedido en YouTube, el video ya se viralizó y la prensa ya hizo lo suyo, sabiendo cuánto puede vender una historia como esta. Pasan las horas, los asesores del premier contratan a un actor porno y a un experto en montajes digitales. Cuando el actor está a punto de abusar de la chancha, uno de los camarógrafos tuitea la foto del doble, generando una reacción masiva en las redes sociales, que no van a aceptar que les quemen el show con una estafa, y la ira del secuestrador: que una vez que descubre en Twitter que iba a ser engañado con un falso premier envía el dedo cortado de la princesa a Callow. Mientras tanto, un país entero se pega al televisor.

Esta historia no es real, pertenece a una serie inglesa escalofriante llamada Black Mirror. Escalofriante porque eso, así, exactamente, nos puede pasar, nos está pasando. Una serie que debería ponerse en los colegios, ya que al margen de la escena zoofílica lo importante es vernos a nosotros mismos y a nuestra actual relación con la tecnología y las redes sociales. Detrás de ese humor macabro hay una reflexión urgente: sobre la política, la prensa, el conformismo social, la autodestrucción humana en manos de la tecnología tan alucinantemente invasiva. Lo dijo Zuckerberg en 2010: la privacidad ha muerto.

No es normal que un banco del que no soy cliente me llame al celular para ofrecerme comprar mi deuda. No es normal coordinar por teléfono un viaje a Cusco y que al poco rato mis redes se llenen de publicidad sobre pasajes y hoteles a esa ciudad. No es normal conocer a una persona en un bar y que, sin haber cruzado ningún dato, al día siguiente Facebook me sugiera añadirla a mis amistades.

Y tampoco es normal, ya que estamos con la yuca, que con ese nivel de acoso no se pueda ubicar a un ex presidente. ¿Será que el Cholo no mentía cuando dijo que era amigo de Zuckerberg? Oh… qué será.


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