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Opinión

La mayoría de analistas apuntan a un crecimiento de entre 2% y 2.5% para el año 2017. El Ministerio de Economía y Finanzas apunta al 3%. Sea 2% o 3% el número oficial, lo cierto es que, para la mayoría de empresarios (grandes y chicos) e inversionistas institucionales, la sensación es que la economía y el país están en estado de parálisis. La ciudadanía, por cierto, percibe algo parecido; en agosto de 2016, el 40% de los peruanos tenía poco o ninguna esperanza en que el Perú estaría mejor cuando culmine el gobierno de Pedro P. Kuczynski, hoy ambos grupos suman 62%.

La mayoría de conversaciones informales se centran hoy en la pregunta sobre cómo reactivar la economía; a sabiendas de que esta interrogante se responde con mayor inversión privada, la derivada es ¿cómo incentivamos a los empresarios a apostar e invertir?

A inicios del año 2011, poco antes de que se resuelva la segunda vuelta presidencial, la actividad económica era boyante. Dos hechos explicaban este racional optimismo: primero, los precios internacionales de nuestros principales productos de exportación; segundo, las altas expectativas empresariales. Alan García, quien había destrozado la economía en los ochenta, terminaba su segundo mandato con cifras macroeconómicas muy positivas. Aun con la elección de Ollanta Humala, los empresarios, recordemos, repetían el mantra “al Perú no lo para nada ni nadie”.

Ollanta Humala llegó a Palacio y, ante la incredulidad de muchos, no giró el timón a la izquierda. No, al menos, de manera brusca. Cuatro factores, no obstante, petardearon las cifras de crecimiento durante el quinquenio humalista: primero, la paralización del proyecto minero Conga, lo que significó un golpe en el plexo del empresariado; segundo, se desinfló el boom de los metales (China bajó su ritmo de producción y el mundo ajustó sus expectativas); tercero, el gobierno terminó gobernando con un doble discurso: apoyaban la economía de mercado en cierta medida, pero –en paralelo– regulaban cada sector productivo imaginable. Finalmente, la corrupción –percibida desde mediados de 2014– fue socavando la credibilidad del gobierno. Del 7% que crecíamos en el quinquenio aprista bajamos al 3% a finales del gobierno humalista.

Pedro P. Kuczynski ganó la segunda vuelta de 2016 en un ambiente de altísima crispación política. La esperanza era que, por su experiencia y con un buen gabinete a su costado, sabría cómo revertir dicha situación. Y para mayores luces, se recuperaban los precios de los metales. Pasado un año de gobierno, sin embargo, no solo no se ha revertido la situación, sino que las esperanzas de que se revierta empiezan a esfumarse. Y empiezan las preguntas en cafés: ¿qué hacer?

Cuando se paralizó el proyecto Conga, el consenso era que la reactivación económica pasaba por un claro mensaje del gobierno a favor de la actividad privada, particularmente la minera. Pasaban los meses y el pedido seguía siendo el mismo: demuestren, llevando adelante un proyecto emblemático, que pueden revertir esta situación.

Hoy, que la sensación es de parálisis, empezamos a escuchar lo mismo: “PPK tiene que sacar un proyecto importante”. Tengo la sensación de que esa receta ya no es válida, ya no es suficiente. Hoy, para reactivar la economía (lo que en realidad significa: devolverle la confianza al empresario y al inversionista) no es solo “sacar un proyecto adelante”. La teoría del “destrabe” (aunque siempre necesario) no hará saltar la aguja. Que Conga o Tía María se lleven a cabo mañana no responde a las interrogantes sobre la estabilidad política del país, ni liquida el debate sobre la capacidad del gobierno, o sobre la relación gobierno-oposición. Ahora se trata de la capacidad del gobierno de llegar a 2021 con aire, con algunas reformas bajo el brazo, con cierto respaldo ciudadano. Se trata de asegurar un piso mínimo de estabilidad política para los próximos 4 años de gobierno, y si ello se consolida, que asegure otros 5 más.

Por supuesto se requiere buen manejo macroeconómico, por supuesto que la gestión de conflictos o la lucha contra el crimen organizado se agradece, y claro que un proyecto emblemático levantaría las cejas. Pero desde las grandes hasta las pequeñas inversiones requieren hoy estabilidad política más que cualquier otra cosa.

El panorama no es alentador. A la sensación de parálisis se suman ahora las demandas sociales (que merman aún más la actividad económica) y el creciente descontento con el gobierno (la desaprobación del mandatario se encuentra en 62%). La situación amerita un análisis profundo, objetivo y profesional; no queda, en verdad, espacio para tomar una ruta equivocada.


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