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Opinión

“Espera algún milagro (…); algo que les permita tomar el gobierno sin ensuciarse en el lodo”.

La oposición democrática latinoamericana (venezolana incluida) se inspira en la aparente bonhomía y corrección política norteamericanas. Procesada desde nuestra religiosidad, cree que la política es santidad, victimización y trabajo social. Esta pureza también rechaza los instrumentos intrínsecos de la política: la intriga, el espionaje, la organización militante, la propaganda, el catecismo ideológico, la fabricación del enemigo. En síntesis, no se propone destruir el populismo ni tomar el poder. Espera algún milagro: a los gringos, a la OEA o al Ejército; algo que les permita tomar el gobierno sin ensuciarse en el lodo para conseguirlo.

El líder que no entienda la política como la “guerra por otros medios”, el que desdeñe su práctica sinuosa y no construya un poder alternativo al populismo, debe ser removido. En momentos de crisis, es el peor de los incordios porque secuestra, en vano, la confianza del joven que da su vida en las calles. Al no administrar cerebralmente la protesta de millones para resquebrajar a las dictaduras, al no denunciar frontalmente al castrismo invasor, al no constituirse en la única legitimidad, al no hacer gobierno provisional con diplomáticos por todo el mundo, al no imponer la agenda política del país, al no tener estrategias para ahogar a la dictadura, obstruye y es funcional al régimen dictatorial.

En Venezuela, la fiscal Ortega Díaz le ha robado a la oposición democrática el liderazgo y está convocando al chavismo clásico para sacar a Maduro, un fusible, y no cambiar nada. Todo porque los líderes de la oposición, en quienes se depositó la confianza pública, son atrapasueños, más útiles para el mal de ojo que para la tremenda tarea de reconquista de la democracia.


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