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Opinión

¿Cuántas veces se puede matar a una persona?

¿Cuántas veces se le puede despedazar? La puedes matar, la puedes despedazar, y luego la puedes matar otra vez en las primeras planas y allí la puedes despedazar de nuevo. Porque ya no queda nada. Ya no nos queda nada. Porque lo que nos queda nos lo están enmierdando. Y no es justo. Es demasiado brutal. Lo que realmente pasó quizá nunca se pueda saber. Eso sí: nunca me va a suceder nada peor que haber sido señalado como el presunto asesino de mi amigo. Después de la muerte de Pepe, hay cosas que se han derrumbado y que nunca volverán a ser las mismas. Basta. Yo no sé si era gay o no. Me ahorré la grosería de preguntárselo. Y nadie me cree que no sé. Cuando le dije a la policía que no sé si era gay, me dijeron: ya pues, hazme el favor, ¿cómo no vas a saber? No lo sé. Era un ser tan reservado que, a pesar de que hemos trabajado juntos por décadas, siempre consideramos que quizás no le interesaba el sexo y cuando hacíamos bromas de doble sentido nos mandaba al desvío. Nunca se le conoció nadie, ni mujer ni hombre, y eso para un hombre de 56 años es bastante decir. ¡Y la policía parecía tan obsesionada con el tema! En las diez horas de interrogatorio a que fui sometido, se insistió con el tema obscenamente. Que si la web-cam. Que si el Manhunt. Que si el Rivotril. Que si la gerontofilia. Lo convirtieron en un policial sórdido para que los tabloides se cebaran en su memoria por capítulos. Tanta vulgaridad constituye un segundo crimen porque era todo lo que Pepe odiaba en esta vida. Vaya guión infame el que te escribieron, compadre. Los hubieras jalado en la escuela de cine por inverosímiles, porque es imposible creerles nada.

Pepe era un espíritu exquisito. Un cinéfilo y un melómano. Un tipo que había viajado mucho y que había leído mucho, que tenía un conocimiento increíble de música –¡porque con música, todo levanta!–, su cuarto era un almacén de discos, tenía miles de discos, entonces le jodía en el alma tener que editar la crónica roja del chicherito o de la vedetucha, lo amargaba, lo deprimía, renegaba mucho por tener que ganarse la vida haciendo este tipo de chambas. Y que él haya terminado convertido en otra de esas notas de dominical tremebundo es una ironía muy cruel porque estamos hablando de alguien que justamente estaba luchando para no tener que regresar a todo eso. Un editor que había hecho programas periodísticos como treinta años, y que estaba estudiando una maestría, pagándosela con esfuerzo para poder –por fin– ser catedrático, viajar a congresos, ser invitado a festivales de cine, reinventarse, ser una versión remasterizada de sí mismo. A sus 56 años, comenzar de nuevo, ir a hacer su cola para la matrícula, ponerse de nuevo a estudiar. Tener, en la mesa de noche, una montaña de libros por leer. Tener, en la libretita Moleskine con mapa del metro de Londres en la portada, una lista interminable de ideas geniales, de programas, de películas, de proyectos por hacer. “No sé por qué me mandará estas pruebas tan duras pero, a pesar de todo, yo no estoy molesta con Dios” –me dijo, el otro día, la señora Anita, su mamá, con una bondad infinita de la que no soy capaz. Porque yo sí que sigo furioso. Me enfurece que haya luchado tanto para esto. Para que ahora toda esta especie de huaico interminable haga que –pasado el tiempo– la gente se vaya a acordar solamente del caso policial. Cuando lo nombren, alguien preguntará: ¿quién era él? Ah sí, el editor de TV, ¿te acuerdas?, el camarógrafo gay al que descuartizaron. Maldita sea.

El taller literario, mi círculo de lectura para presos, ha terminado. Así ninguno de ellos tuviera nada que ver. Igual he estado trabajando para el enemigo. He trabajado para que los delincuentes lean a Lorca y un delincuente ha matado a mi amigo mientras tanto. No tiene sentido. Se puede decir que no son todos iguales, que no se puede meter a todos al mismo saco, pero al final termino pecando de iluso pensando que van a ser mejores, que van a cambiar y mientras tanto pasa esto. Creo que ya no tiene ningún sentido. Ni siquiera el propio documental. Pero terminarlo es una promesa que debo cumplir. Pepe estaba súper entregado, creía tanto en el proyecto, creía que el documental podía ser poderoso. Era su película. Pero su película es otra ahora. La manera de plantearla, las cosas que decimos sobre ellos –viendo la realidad ahora– son tan ingenuas. Recuerdo cuando hablábamos, con asombro, sobre cómo alguien puede pasar de robar un celular a la calle a escribir un poema, de cortarle a alguien la cara a saberse de memoria versos de Rimbaud. Pero ahora ya no importa. Ya no me asombra, ya no me emociona. Mi modo de contemplar todo eso se ha alterado. Creo que Pepe y yo compartíamos una visión agridulce pero esperanzada y sí, había pequeñas cosas que nos daban la razón, que al verlas, decías: sí, carajo, esto sirve para algo. Cuando de pronto alguien sorprendía con un relato magníficamente escrito, cuando alguien te componía un rap larguísimo, perfectamente rimado, narrando los pequeños milagros cotidianos del taller, y tú decías: Guau, ¿y todo esto de dónde sale? Pero esa mirada ya no es la misma. Nuestro documental tiene que salir, pero ya no va a ser una historia inspiracional porque no sería real. Probablemente va a ser una historia desoladora. La persona que estaba editándola terminó asesinada. Parece una película de Hitchcock. Ya no es una historia edificante, es devastadora. Curioso porque teníamos opiniones diversas sobre cómo debería terminar. Yo siempre estuve en contra del final feliz. Pepe quería un guión con final abierto que dejara lugar a cierta esperanza. No sé si era porque él realmente lo pensaba o porque los jurados de los festivales internacionales prefieren los finales que no son demasiado tristes. Pero luego de tres años de ir todas las semanas a prisión, yo ya estaba un poco enfermo de lidiar con los problemas de mis alumnos todos los días. Ya estaba un poco harto del rol de buena gente. Todo el día recibía llamadas, todo el día tenían problemas. Los últimos meses, lo único que quería era acabar el documental y cerrar un capítulo del cual ya estaba muy cansado. Mi teoría es –o era– que la gente sale de la prisión aplastada. Eso es lo que yo he visto. Gente que sale y no es capaz de nada, que no tiene ningún sueño porque ya no. Salen en libertad y buscan dónde encapsularse, y reproducen su vida de la prisión afuera porque ya es su hábitat, el encierro. Entonces cuando yo veía que fracasaban en sus intentos de estudiar y tampoco querían trabajar y terminaban reincidiendo o siendo unos buenos para nada, Pepe me decía: hay que darles tiempo, nadie se adapta tan rápido, deja que prueben cosas, aprende a esperar. Cuando Roger Aparicio, el inocente, salió en libertad, Pepe se alegró como nadie porque ese era el final que él había soñado para la película. “¿Ya ves? ¡Los finales felices existen!”– me dijo.


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