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Opinión

“Es un simple inventario. Esas son algunas elegantes maneras en que la gente linda del Perú se ha referido a mí a lo largo y ancho de mi complicadilla pero maravillosa existencia”.

Buenos días, soy Beto Ortiz y se me chorrea el helado, se me quema el arroz, se me moja la canoa, se me escapa el aire, me miden el aceite, me suda la espalda, me late el asterisco, se me cae la mano, se me quiebra la muñeca, se me cae el jabón, se me caen los pedos, me zumba el arete, me remueven los frejoles. Soy maricón, marica, mariquita, maricueca, mariposa, mariposón, oñoñoy. Soy homosexual, gay, drama-queen, rarito, falladito, enfermito, sau y recontra sau. Soy cabro, cabra, cabrito, brito, británico, british, brócoli, cabrilla, tramboyo, cangrejo, marisco, mariscal. Soy pato, chivo, chivato, chivatón, chavón, rosca, rosquete, rosquetón, desportillado, mujercita, amanerado, torcido, delicado, chueco, afeminado. Soy bebita, muñeca, princesa, reina, reinona, ñoco, bollo, trolo, puto, potorroto. Soy chimbombo, entendido, buses, loca, locaza, joto, pájara, plumífera, plumosa. Soy del ambiente, del otro equipo, del otro bando, del gremio, de la tribu, del club, de la secta. Soy Gatorade. Soy chísiri cósoro. Soy ollita, olla antigua, cacerola, cacerolón. Soy activo participativo, soy pasivo confundido, soy moderno moldeable. Soy culero, entendido, retorcido, invertido, pervertido, depravado, desviado, uranista, sodomita, Soy una abominación. Soy cacanero, cacanéitor, mapero, maperillo, mostacero, Mustafá, muerde-almohadas, sopla-nucas, sopla-pollas, chupa-cuete pero sobre todo, soy mercadería averiada.

Si alguna de las denominaciones que acabo de enumerar les ha resultado vulgar y ofensiva, me alegro un montón. Bienvenidos a mi vida. ¿Me estaré victimizando? ¿Flagelándome como un mártir? ¿En medio de una grave crisis de autoestima? Para nada. Es un simple inventario, nada más. Esas son algunas de las elegantes maneras en que la gente linda del Perú se ha referido a mí a lo largo y ancho de mi complicadilla pero maravillosa existencia. A mí y a algunos millones de peruanos más. No exagero. Representamos el 10% de la población de cada país, de modo tal que –si nos ponemos conservadores– estamos hablando de tres millones de LGTBIQ+ si las larguísimas siglas son correctas. Todo eso y mucho más nos han dicho desde siempre y, casi siempre, a nuestras espaldas porque el peruano adolece de una triste tendencia a tirar la piedra y esconder la mano, o sea, a ser cobarde –es decir, maricón, en la segunda y más popular de sus polémicas acepciones. Admitámoslo: no por gusto, nuestros hermanos ecuatorianos nos han dicho siempre “gallinas” porque nos morimos de miedo en tantas y tan diversas circunstancias de la vida, porque, con tanta frecuencia, nos falta ponerle a todo, precisamente, eso que ponen las gallinas. Anoche estuve, una vez más, en la marcha gay. El lema de este año fue simple pero potente: Igual que tú. Abrumadora la inmensidad del mar humano. En verdad, muy emocionante. Seguro mañana saldrá algún auditor a calcular que somos menos feligreses que los que fueron a la de “Con-tus-hijos-no-me-etcétera” o a la procesión del Señor de Cachuy. Probablemente. ¿Y? Mi vecino también tiene más plata que yo y también carro más bonito. Me importa un carajo cuánto tienen los demás, no estoy en competencia. No estoy interesado en contar a la gente que me aborrece, que me aborrece sin conocerme, no me importa ni un poquito la gente que etiqueta a la gente con tanta facilidad, la gente que –desde su imaginaria superioridad moral– prejuzga, que margina, que estereotipa, paso con roche de la gente que desprecia, que no respeta. ¿Para qué me voy a poner a contar? Me da lo mismo que sean diez o diez millones. Mejor, cuento a mis amig@s. Cuento a mis lectores. Cuento a mis herman@s. Cuento mis bendiciones. Los jóvenes organizadores me hicieron el tremendo honor de subir a ese estrado en el que encontré a gente tan diversa como Urresti, Marisa Glave, Ricardo Morán y Techito Bruce. Todos unidos en aquello en lo que sí estamos de acuerdo, no detenidos en lo que nos separa. No sé si se me notó, pero estaba aterrado. Pararme delante de tamaña multitud me produjo pánico escénico, pero también una alegría inenarrable. Qué ilusión saber que esos miles de espíritus libres se encargarán de que este sufrido país deje de ser –despacito– la aldea del medioevo que, pese a todo, sigue siendo todavía. Una aldea donde un cura ronca y todos corren asustados a mortificar sus carnes con cilicios. Qué esperanzador saber que no se dejarán humillar por la aplastante mayoría, como se dejó humillar mi generación y las anteriores. No sabía muy bien qué decirles con ese micro en la mano porque no me siento en capacidad de decir nada nuevo en un tema en el que, además, los jóvenes me llevan una clara ventaja: su espléndida libertad. Los jóvenes manejan mucho más información. Los jóvenes tienen mucho menos miedo. Serán más felices que yo. Y, como no sabía qué decirles, les leí el primer párrafo de este artículo y nos reímos mucho. Fue como exorcizar todos nuestros demonios. Fue una verdadera misa de sanación masiva. Fue un placer y un privilegio convertirme en su papa por diez minutos. Su papa Tomasa, se entiende. Guardaré sus libérrimas risas en el corazón para cuando me acechen días oscuros. Amen a quien quieran, como quieran, por donde quieran. Gracias, chicos.


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