23.ABR Martes, 2024
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Opinión

Mi abuela Zoila tenía un cráneo humano guardado en su cuarto, recinto inexpugnable y poco ventilado al que casi nadie tenía acceso.

No sabíamos a quién había pertenecido ni cómo había llegado hasta allí, pero ella estaba convencida de que esa cabeza sin cuerpo ahuyentaba a los ladrones y nos guardaba la casa de todo mal, así que, de vez en cuando, hasta le encendía una velita Misionera en señal de gratitud. De ahí debo haber sacado la extravagante idea de que una calavera es protección y es quizá por eso que, desde hace cinco años, llevo puesto un segundo cráneo todo el tiempo, en forma de anillo de plata, en el dedo medio de la mano derecha. A estas alturas, ha dejado de ser, para mí, el clásico símbolo de chico malo que usa Jack Sparrow o Keith Richards para convertirse en una especie de amuleto: siento que necesito llevarlo puesto siempre y en todo lugar y, si, por algún motivo, me lo olvido en casa, regreso por él inmediatamente, desde donde esté. De ninguna manera me subiría a un avión, ni haría un programa ni me sentaría a escribir sin él, no hay forma, siento que pierdo, por completo, mis superpoderes. Pero no sé en qué momento desarrollé semejante dependencia, porque el motivo por el cual lo compré fue diferente. Me lo compré porque supe que me serviría de memento mori: recuerda que esto nomás eres, calavera gorda, recuerda que eres un vil mortal y que en cualquier momento –patapúfete– te mueres nomás sin haber hecho un carajo por la humanidad. Yo no sé si albergar muertos en casa protege, lo que sí me consta es que los muertos acompañan. Me explico: no existe remedio eficaz contra esa soledad sin fondo que te deja la muerte.
Tiene que haberte pasado para que sepas de qué hablo: no te explicas cómo el universo puede seguir su curso, cómo las olas del mar siguen reventando, cómo los bancos siguen atendiendo, cómo los semáforos siguen funcionando si la gran persona de tu vida se murió. Y, en tu desesperación de náufrago loco en la noche oscura, necesitas algo de dónde agarrarte. Para mí, ese algo fue un lugar sagrado que yo mismo me encargué de crear. Conservé en mi casa, por varios años, las cenizas de mi madre. Le hice un pequeño altar: rodeé la urna con fotografías en marcos de plata y encontré consuelo inventándome una sencilla ceremonia personal, encargarme de que nunca le faltaran flores frescas. No hay nada de lúgubre en ello. Digamos que fue mi particular manera de rezar sin rezar. Poca gente hace planes para su muerte y, sin querer, legamos un testamento de trámites espantosos a quienes nos sobreviven. Me importan tres pepinos las últimas ocurrencias del Vaticano que –para promover la millonaria industria inmobiliaria de los cementerios– prohíben conservar cenizas o lanzarlas al mar. Pamplinas. Estoy convencido de que sentarse en una sala de espera mientras se lleva a cabo la cremación y te entregan un pequeño cofre tibio con cenizas siempre será menos terrible que tener que ser testigo del momento atroz en que meten a tu ser querido en un horrible nicho o en un agujero en la tierra. Yo me negué a pasar por ese trance, pero, antes de tomar la decisión, consulté con un sacerdote amigo para estar absolutamente seguro de que no era contrario a las creencias de la familia. Él me explicó que no. De hecho, me ofreció encargarse personalmente de bendecir la urna en cada nueva misa conmemorativa. Cuando sentí que estuve listo para el funeral, tras un prolongado duelo, reuní a sus hermanos y depositamos las cenizas en un camposanto. Con la muerte, cada quien se las arregla como mejor le parece. Nadie tiene derecho de venir a decirte qué hacer con tu muerto. Nadie. Cada quien administra su dolor como humanamente puede.

***

Acabo de volver de México. Un viaje que no figuraba, para nada, en mis planes. La semana pasada, curioseando en Internet, me topé con uno de esos breves videos de Playground y, al terminar de verlo, entré a la web de una aerolínea y –sin pensarlo dos veces– compré mi boleto. ¿Qué cosa vi que me convenció tan rápido? El primer festival de la muerte: un carnaval de carros alegóricos en el que gigantescos esqueletos eran paseados por las calles en eufórica procesión. Todo el mundo ha oído hablar de las celebraciones mexicanas por el Día de los Muertos, pero la verdad es que ese fúnebre desfile no existía en la vida real, había salido de la imaginación de un director de cine que decidió mezclar escolas do samba con calaveras para filmar el sobrecogedor inicio de Spectre de James Bond. El efecto fue inmediato: enorme incremento del turismo a fines de octubre, la gente viajaba al D.F. para ser parte de ese multitudinario derroche de la alegría de morir. Grande era su decepción cuando se les informaba que todo aquello había sido fantasía, que ya estaban grandecitos para creerse todo lo que veían en las películas. Pero a algún geniecillo perdido en algún ministerio se le ocurrió desempolvar esos colosales cadáveres de fibra de vidrio y este año, por primera vez, se hizo posible aquella Disneylandia de los muertos a la que llegué con ilusión de niño. Gracias a la herencia de su espléndida cultura, los mexicanos parecen haber logrado una proeza poética: despojar a la muerte de su carácter torvo, llorón y tremebundo para dotarla, más bien, de un aire multicolor, festivo y hasta burlón que uno –acostumbrado a tenerla como innombrable– no puede sino agradecer. “Es de mexicanos prepararles lo que les gustaba, engreír a los que se fueron, alimentar a los que ya no están” –reza un comercial de televisión que te recuerda que ya llega el momento de preparar el pozole, la cochinita pibil o el mole poblano que habrás de servir en el lugar de la mesa que acostumbraba ocupar tu difunto. Sales a la calle y un niño vestido de espantajo te extiende un cráneo de plástico para pedirte la propina de rigor: “¿No me da mi calaverita?”. Entras a desayunar a un café y la camarera te recibe con un entremés gratuito: delicioso y fresco pan de muerto, un bizcocho coronado de azúcar y huesos de dulce que nunca falta en las mesas de ofrenda que se colocan, profanamente, en todas las casas, altares orlados de guirnaldas, frutas, mezcal, velas encendidas, calaveras de azúcar y milenarias flores de cempasúchil que almacenan la luz del sol en sus pétalos anaranjados, permitiendo guiar, en su camino de regreso, a nuestros muertos que están llamando a la puerta, por fin, que, aunque sea por una noche, han venido a visitarnos.



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