09.DIC Lunes, 2024
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Opinión

Cuidado: usted también podría estarse convirtiendo en un loquito acumulador.

Los años duros nos enseñaron a guardarlo todo. Había que aprovechar los recursos al máximo y, previniendo futuras escaseces, nunca nada se botaba. Guardábamos los envases vacíos de margarina que nos servirían como tápers donde guardar la comida que sobró hoy para el rico calentado con el que desayunaríamos mañana. La comida era de Dios y no existía la mínima posibilidad de botarla. Guardábamos el pan viejo para hacer budín o ají de migas, versión recontra pobre del ají de gallina que, conservando el sabor criollo, dignamente prescindía del ave inalcanzable. Guardábamos esos clásicos vasos con el logo de Coca-Cola en idiomas asiáticos que se canjeaban por cinco chapitas y no era raro que, en el fragor de un almuerzo dominical, llegáramos a la agridulce conclusión de que la mayor parte de nuestra vajilla de diario estaba compuesta por los pocillos que te regalaban con la lata grande de Nescafé, los cubiertos que el supermercado te entregaba como premio a tu preferencia y los vasos de mermelada Fanny que habíamos remojado con paciencia para quitarles la etiqueta. Guardábamos la decorativa lata con tapa en que venían las galletas belgas que nos había traído la canasta navideña de 1975 y grande era nuestro desconsuelo cuando, cada vez que, llenos de ilusión, la abríamos, solo encontrábamos agujas y canutos de hilo en lo que –en oportuno apunte de mi amiga Carla– constituía la más cruel cámara escondida de nuestra infancia: la maldita lata de galletas en la que jamás había galletas. Guardábamos, por supuesto, las bolsas plásticas de Tía, de Scala y de Monterrey: cientos de bolsas llenecitas de bolsas que, a su vez, contenían bolsas y más bolsas. Guardábamos el polo que te regalaban por tu compra en Hiraoka y veíamos cómo, con el paso inexorable de los años, mutaba de polo a pijama y de pijama a trapeador. De hecho, todos los trapitos (que se lavan en casa) eran heroicos fragmentos de prendas de toda índole, pedazos de esa sufridita historia personal de la que tanto trabajo nos costaba deshacernos.

Hace unos días, con ocasión de uno de los innumerables homenajes que la melodramática TV peruana ha rendido al finado cantautor Juan Gabriel, tuve la oportunidad de conducir un programa especial con Magaly Medina y, desde el instante en que la vi, acicalándose en el camerino, me di cuenta de que traía puesto el mismo vestido que la noche umbría de 1993 en que –invitados al show de la Chola Chabuca– nos dimos un celebérrimo piquito que me sacaría para siempre del anonimato. Mientras ella, muerta de risa, me acusaba de fijón por haberme percatado de un detalle que, 23 años después, tendría que haber pasado desapercibido, yo elaboraba un angustioso inventario mental de mi propio clóset para establecer si acaso guardaba también alguna reliquia de semejante antigüedad. La respuesta –oh, no– fue afirmativa. Por supuesto que guardo ropa de esa edad e incluso mayor: guardo el misterioso sobretodo negro con que la pegaba de darkie en 1989, en mis empeñosos días de practicante de periódico y guardo también el saco de cuero rojo bandera con el que me dormí entrevistando en vivo a la inmensa cantora Mercedes Sosa, que de Dios goce. Jamás he vuelto a ponerme ninguno de estos sacos, pero ahí están, de mudanza en mudanza, yendo y regresando de la lavandería cada vez que se vuelven verdes de moho, resistiendo estoicos en su entrañable rol de trofeos de caza, de souvenirs de esas epoquitas de gloria de las que uno siempre quiere acordarse. Aunque más que souvenirs, hay ciertos objetos que ya constituyen fetiches. O manías. Me ocurre, por ejemplo, con los anteojos que, de modo irracional, acumulo desde hace ya bastantes años. Se me ha advertido que guardo una última esperanza de no convertirme en una de esas ancianas solteronas que terminan sepultadas vivas en un depósito de cachivaches polvorientos, casi siempre resguardados por un silencioso ejército de gatos.

Esa esperanza estriba en desprenderse, en desapegarse, en dejar ir. En hacerse a la idea descorazonadora de que, como de mi último viaje me he traído ocho pares de anteojos nuevos, estoy moralmente obligado a deshacerme, de inmediato, de ocho pares viejos. He hecho el esfuerzo consciente de cumplir con tan altruista propósito, pero debo confesar que he fracasado. He puesto mi colección completa de lentes sobre la mesa del comedor, decidido a regalar los ocho pares que manda el compromiso, pero no me ha sido posible. Sucede que ninguno me sobra. Ocurre que los necesito todos. No es que los quiera, no. Los necesito. Y admito con hidalguía que eso solo ya es síntoma suficiente de un severo trastorno mental. Lo mismo me pasa con las corbatas. Por el amor de Dios, ¿quién en este mundo puede necesitar trescientas corbatas? Nadie, claro. Nadie en su sano juicio necesita cien, ni siquiera cincuenta corbatas. Y, como si no tuviera suficientes, hasta hoy las sigo comprando de manera compulsiva. Cada vez que veo una corbata chillona o insólita, la compro sin siquiera fijarme en cuánto cuesta. Es como encontrar, por fin, la más esquiva de las figuritas de mi álbum Navarrete. Debe ser mía. Debo tenerla porque es esa la única que me falta. Pero, pasando por alto la obvia interpretación fálica que algún psicoanalista podría darle a mi corbatofilia, quisiera dejar muy en claro que lo verdaderamente costeante del asunto es que –desde que se produjo mi prematura jubilación del periodismo televisivo– no he vuelto a ponerme corbata nunca más. Las corbatas, ya se sabe, te sacan más papada de la que realmente tienes, de modo que siempre es mejor optar por usar los dos primeros botones de la camisa abiertos para así generar la ilusión de que todavía tienes cuello. Pero, a ver, un momentito: si ya no me pongo corbatas, ¿para qué carajos las tengo? Cuando las debía usar a diario para el noticiero, las guardaba anudadas y listas para usarse (nunca conseguí hacer un correcto Windsor), las tenía todas colgadas en un colorido perchero que asemejaba un post moderno arbolito de navidad. Ahora que no las necesito, las guardo en maletas, perfectamente planchadas en sus bolsitas de Martinizing. Dos maletones repletos de corbatas que ya están listas para una nueva mudanza y que muy bien podría subastar al mejor postor, pro-fondos de la próxima Teletón si no fuera porque he constatado que ninguna me sobra, no, señor, las quiero todas. No es que las quiera, en verdad, las necesito. En serio. Las necesito todas.



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