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Opinión

Fidel Castro se unió al único factor totalitario que sin privilegios compartió con el resto de los cubanos: el inevitable encuentro con la muerte.

Es la hora de que los ‘castroenterólogos’ admiradores de Fidel nos aclaren cómo alguien que estuvo en el poder casi 50 años pudo ser un “demócrata” y cómo un comandante de una pequeña isla caribeña que envió asesores militares y tropas a Angola, Etiopía, Yemen del Sur y que apoyó a grupos guerrilleros en Latinoamérica puede ser considerado una figura emblemática del antiimperialismo.

Fidel Castro fue un revolucionario y luego un dictador que –ideologías aparte– entra en la categoría de tiranos como Pinochet, Trujillo, Batista y tantos otros que ordenaron matar, torturar y encarcelar por venganza o disidencia política.

El legado de Castro es polémico. No es poco haber sobrevivido el paso de once presidentes estadounidenses que mantuvieron un embargo económico que fortaleció su poder totalitario y su aura mítica. Cuba no dependió del capitalismo de los bancos y corporaciones, pero sí de los US$2 millardos anuales entregados por la URSS desde 1960 hasta 1990 y de China hasta que Hugo Chávez, hipotecando a Venezuela, le otorgó 100 mil barriles diarios de petróleo y millones de dólares. Así, Fidel murió en palacio y puede recibir los honores que otros dictadores no tuvieron.

Raúl y sus camaradas se encargan de encumbrar a Fidel como hicieron los soviéticos con Lenin y Stalin. El mito durará hasta que un día llegue la libertad a Cuba y se ventilen los demonios del ídolo que los súbditos de su régimen aún santifican.


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