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Opinión

Si bien Barack Obama recibió con cordialidad en la Casa Blanca a Trump pronosticando una transición presidencial fluida, las diferencias entre el ex presidente y el recién inaugurado (caso de espionaje cibernético ruso y las relaciones con Putin; desacuerdo con las políticas hacia Israel; qué hacer con la cárcel de Guantánamo, etc.), debió ser un trago amargo para Obama, entregar la banda presidencial a quien promete desbaratar casi todo su legado.

La sensación de desagrado de Obama no ocurrió porque su sucesor sea de otro partido (¡ni siquiera los republicanos están seguros de que Trump los representa!), sino porque Obama teme, como millones de personas, cuánto de la megalomanía e imprudencia de Trump pueden causar graves peligros para su país y el mundo.

En un país con unos 250 años con tradición de transiciones presidenciales, estas ocurren sin mayores sinsabores y, sin embargo, hubo algunas complicadas como la de James Buchanan a Lincoln en 1860, porque el primero criticó al segundo por no haber aceptado la declaración de secesión de estados del sur por su postura antiesclavista. Menos dramática pero compleja fue la transición de 1928, cuando el presidente Calvin Coolidge se negó a cooperar con su sucesor Herbert Hoover, aparentemente por razones personales, para que luego Hoover –en cuyo término ocurrió la Gran Depresión de 1929– no quisiera conversar con su sucesor, Franklin Roosevelt, porque durante la campaña lo llamó “gordo, tímido castrado”.

Un caso ejemplar fue el de George Bush padre, quien dejó a su sucesor, Bill Clinton, una hermosa carta en la cual expresó: “Su éxito es el éxito de nuestro país”, y le aconsejó: “Habrá momentos muy duros. No deje que las críticas lo desanimen o le hagan desviar de su camino”.

Quizá Obama debió sugerir al adicto tuitero Trump hacer la trasmisión de mando de manera virtual a través de sus celulares, y así solo el amigo del presidente, Putin, hubiera sido el único en saber qué mensajes de texto intercambiaron.


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