25.ABR Jueves, 2024
Lima
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Columna Jaime Bayly

¿Por quién vas a votar, mamá?

El año pasado, una escritora argentina, maestra de yoga, conferencista internacional, guía espiritual de celebridades, vino al programa a presentar su libro. La entrevisté con gran placer. Me pareció inteligente, refinada, precisa para exponer sus ideas. Pero, sobre todo, la encontré enormemente atractiva: alta, delgada, ojos marrones, almendrados, que lo miraban todo con gran curiosidad, y un cuerpo que parecía más de modelo que de escritora. Terminado el programa, nos hicimos fotos con su esposo, con su publicista, y nos prometimos que nos veríamos pronto. Pero casi todo lo que se dice en un estudio de televisión es mentira y, por supuesto, no nos vimos pronto.

Mi esposa me ha puesto a dieta. Estoy pesando noventa y siete kilos. Debería pesar ochenta y cinco. Llevo dos semanas a dieta y he bajado apenas dos kilos.

Mi madre Dorita llegó sorpresivamente, sin anunciarnos su visita. En el aeropuerto tomó un taxi, vino a la casa, tocó el timbre y se presentó con una gran sonrisa.

Mi esposa Silvia, nuestra hija Zoe de casi cinco años y yo, que parecía el abuelo de Zoe, llegamos a la fiesta de fin de año en un hotel cercano a casa. Me encontraba de mal humor porque la camisa me ajustaba la barriga y parecía a punto de estallar, y cada entrada me había costado trescientos dólares, lo que había hecho un agujero en mis bolsillos, ¡casi mil dólares por ir a una fiesta!

Silvia y yo llegamos secretamente a Lima el 24 de diciembre por la tarde, sin que su familia ni la mía estuviesen al tanto de nuestra visita. Pasamos por mi apartamento, descansamos y, ya de noche, fuimos a casa de mi madre Dorita, a darle una sorpresa de Nochebuena. Tocamos el timbre, una empleada doméstica nos miró con extrañeza y corrió a decirle a Dorita que habíamos llegado, y abracé a mi madre y le dije:

La señora Dorita Lerner hereda cien millones de su hermano Bobby, empresario minero, soltero, sin hijos.

Mi madre Dorita llegó desde Lima con una maleta llena de regalos para nosotros, a saber: centenares de galletas de salvado, pastillas de chocolate La Ibérica, películas piratas de Polvos Rosados, camisetas azules extralargas marca Secretos que se adhieren suavemente a la piel, granadillas y lúcumas no declaradas en aduanas, galletas Pícaras y Morochas, elíxir mágico para prevenir la calvicie del doctor Stucchi, trufas artesanales de chocolate de Paloma Bernales Wiesse (deliciosas), ejemplares del diario El Comercio, revistas Cosas y Caras hurtadas del avión, salero y mantequillero también del avión, treinta frascos de plástico de mermelada de sauco birlados del salón VIP del aeropuerto de Lima, un edredón de plumas de Lan clase ejecutiva que por confusión se introdujo en su maletín de mano, libros de Aldo Mariátegui (buenísimo), Hugo Coya (muy bueno) y Juan Luis Cipriani (sin comentarios), una cadena de plata con un crucifijo que era de mi padre, panetones Wong, una chirimoya machucada que manchó el libro de Cipriani, justo ese.

Patricia, hola, soy Mario, ¡feliz cumpleaños!

Desperté tarde, pasado el mediodía, encendí la computadora, miré los correos electrónicos y me di con la grata sorpresa de que Shakira me había escrito.

Silvia tenía muchas ganas de ir a un espectáculo humorístico, y por eso contratamos a una nana para que se quedase en casa cuidando a nuestra hija y salimos temprano para conseguir entradas.

La revista Ideal de Hialeah me ha nombrado uno de los veinticinco hombres más sexys de Miami. No me sorprende. Desde niño he sabido que soy sexy. Yo no tengo la culpa de ser tan sexy. Es una cosa que me nace, que está en mis genes. La pena es que aparezco en el puesto veinticuatro de la lista. Lo he sentido como un golpe bajo. Debería estar entre los primeros.

Ha sido una semana malísima, puede que la peor del año.

Ya no salgo a caminar de madrugada. Ahora monto en bicicleta una hora. A veces la Policía me detiene y advierte cordialmente de que no llevo suficientes luces y estoy en peligro de ser atropellado. Le prometo encenderme de luces como un árbol de navidad, pero, por supuesto, no hago nada.

Por razones de trabajo, tuve que viajar a Houston, siguiendo instrucciones de mis jefes del canal La Poderosa de Miami, para dar una conferencia titulada “Cómo vencer tu adicción al pene”, pues mi programa tiene mucha sintonía en Houston y la comunidad latina me reclamaba con entusiasmo.

Mis hijas Camelia y Paulina vinieron a visitarnos el fin de semana desde Nueva York, después de cinco años sin vernos (ni en foto, porque no me aceptan como amiga en sus páginas de Internet y me tienen bloqueada para que no las espíe). Ellas dejaron de hablarme cuando me enamoré de Silvio y quedé dramáticamente preñada a una edad que parecía imprudente, cuarenta y cinco años, y no conocían a Silvio ni a nuestra hija Sol, ya de cuatro años y medio, y no habían querido verme todo este tiempo largo de guerra fría, en represalia por sucumbir a la inopinada pasión amorosa por Silvio, dos décadas mi menor, y por impregnarme de su emisión seminal con la esperanza de tener un cachorro que acabaría siendo Sol, y por pelearme soezmente, con profusión de improperios, a cachetada limpia, con su papá, mi ex esposo Sandro, que una noche en que se hallaba propasado de licores emboscó a Silvio en una calle de San Isidro y lo machacó a patadas y puñetes, dejándolo inconsciente y dejándome casi sin marido: es que Sandro, cuando bebía, se ponía belicoso, salía en moto y buscaba bronca con quien sea.

Dorita Lerner (setenta y cinco años, viuda, millonaria, misa y rosario diarios) compró las casas vecinas a su antigua casona de Miraflores, las mandó a demoler mientras viajaba por Europa y, con la ayuda de dos decoradores limeños que se esforzaron por disimular sus amaneramientos y mohines para que ella, tan religiosa, no fuera a escandalizarse y despedirlos, las convirtió en un jardín ornamental, lleno de plantas frondosas y flores exóticas, en el que se sentaba a rezar todas las tardes, aun si hacía frío o caía una odiosa garúa. Ella lo llamaba “El Jardín del Paraíso” y le gustaba imaginar que el cielo al que ascendería luego de morir no sería un lugar tan distinto a ese bello terreno floreado en el que inexplicablemente encontraba una paz que no hallaba en ninguna otra parte de su casa.

Todas las noches salgo a caminar a las dos de la mañana. Llevo una linterna porque las calles de la isla son oscuras. Trato de no pisar caracoles, sapos, lagartijas, arañas, lombrices, hormigas. Camino despacio, sin apuro, disfrutando del paseo, mirando las estrellas cuando la noche está despejada. Normalmente llego hasta la fuente de agua, doy vuelta y regreso a casa. Son casi las tres de la mañana cuando apago la linterna, tomo una limonada sin azúcar y me tiendo en la alfombra para hacer mis ejercicios de estiramiento.

Hace cinco años, cómo pasa el tiempo, mi novia lolita me dijo que estaba embarazada, lo anunciamos en la televisión y, al día siguiente, me reuní con mis hijas, entonces adolescentes, y les conté que con suerte sería papá por tercera vez. Comprensiblemente, ellas, muy cercanas a su madre, se entristecieron y preocuparon, y aunque les prometí que nada cambiaría entre nosotros, no me creyeron, y el tiempo demostró que tenían razón, pues todo cambió con ese embarazo que yo había deseado desde que me enamoré de mi lolita.

La asistenta del músico A me escribe un correo para invitarnos a mi esposa y a mí al concierto que A dará el sábado en la arena de la ciudad.

Silvio, mi marido, me invitó unos días a Cayo Hueso. Me dijo para ir manejando nuestro carrito japonés, aprovechando que la gasolina está barata, pero yo insistí en tomar el avión, así nuestra hija Sol viajaba por primera vez en un vuelo corto, pues no sabíamos si se asustaría en el avión. Antes de viajar, Silvio estaba furioso porque compré tres pasajes a cuatrocientos dólares cada uno y los cargué a la tarjeta de crédito de mi madre Dorita, cuando podíamos ir manejando y gastar máximo cien dólares a la ida y cien a la vuelta, ahorrándonos mil dólares, o ahorrándoselos a Dorita, que ya está tan mayor que ni se entera de los cargos que le hago a la tarjeta.

Solo porque está aburrido y tiene más dinero del que necesita, Jimmy Barclays se dirige al centro comercial más elegante de la ciudad, elige un traje extremadamente caro, de fabricación italiana, y paga con la tarjeta de crédito. No necesita el traje: tiene muchos otros en su clóset, todos de marcas muy finas, de factura italiana, comprados a precios exorbitantes, que usa con jactancia en su programa de televisión. De regreso en su casa, confirma que el color del traje es arriesgado, un marrón claro que no sabe si se verá bien en el programa, y se lo prueba una vez más frente al espejo, lo que le permite estar seguro de que el corte le favorece, pues disimula su barriga abultada y lo adelgaza engañosamente.

No conozco persona más ociosa que yo. Duermo diez horas y, si me dejan, hago siesta. No encuentro razones para levantarme temprano. Dormir hasta la hora que me dé la gana es una conquista personal.

Mi hija Carmencita acaba de cumplir veintidós años. Estoy tan orgullosa de ella. Es una estudiante modelo. Solo le falta un año para graduarse de enfermera. Es la primera de su clase en la Universidad de Nueva York. Tiene media beca gracias a sus sobresalientes calificaciones y la otra mitad la pagamos con unos préstamos que nos da el gobierno de Obama por pertenecer a la pujante minoría hispana, préstamos que no pienso pagar ni loca y ya verá Carmencita si los paga poco a poco cuando trabaje como enfermera, por mi parte no hay apuro, como tampoco tengo prisa por pagar el préstamo que nos dio el banco para comprar esta casita en Kendall, a un paso de las megatiendas de Dadeland, en la que vivo con Silvio, mi marido. Yo voté por Obama y lo menos que él puede darme a cambio es imprimir muchos dólares y, con esos billetes, pagar mis deudas morosas al banco y prestarnos para que Carmencita se gradúe en un año, qué ilusión.

No sé por qué me han hecho fama de tacaña. No me considero una mujer avariciosa, rácana, roñosa. Pero sí soy cuidadosa para gastar, enemiga de endeudarme, consciente de que hay que guardar pan para mayo y leña para abril, muy seria, casi alemana, para ahorrar. Gano bien como locutora de televisión, gasto lo menos posible, ahorro todo lo que puedo y gracias a eso he amasado un modesto patrimonio que me permitiría vivir el resto de mi vida sin trabajar. Pero no sé vivir sin trabajar. Soy sumamente trabajadora, casi diría una adicta al trabajo.

Estoy harta de que me digan gorda. Me lo dicen algunos patanes que ven mi programa: qué gorda estás, Jimena Barclays, estás hecha una ballena, una foca, un cachalote, qué tal papada la tuya, sal a correr, ociosa. Me escriben esas cosas en Facebook y cuando las leo, me deprimo tremendamente, me dan ganas de llorar, a punto estoy de contestarles una grosería a esos maleducados y termino bajando a la cocina a comer algo para calmar la ansiedad.

Yo desde chica he sido muy de derecha. Y no de derecha moderada: de extrema derecha. Y no de extrema derecha compasiva, democrática: de extrema derecha autoritaria, pistolera. Con los años me he vuelto no más conciliadora, sino más radical. Por eso tuve que irme de mi Perú natal y ahora vivo en una isla de la Florida tan de derecha que virtualmente no tiene gobierno y cuyos habitantes son, como yo, anarquistas, libertarios, anarco-capitalistas.

A Silvio, mi marido, le debo la vida. No exagero: me conoció hace seis años, cuando yo estaba deprimidísima, gordísima, echada al abandono, tomando veinte pastillas cada noche, a ver si quedaba dormida del todo y no despertaba más para verle la cara lánguida al angurriento de mi marido de entonces, Osvaldo, el argentino.

Hace unas semanas mi hermana pasó por la ciudad (viene varias veces al año, es infatigable, siempre tiene cosas por comprar), le presté una camioneta para que no tuviese que alquilar un carro y me la devolvió chocada. Dijo que se había quedado dormida manejando por una avenida de tres carriles a las ocho de la mañana. Sospeché (pero no se lo dije) que no se había quedado dormida, sino que había chocado mientras miraba alguna pantallita de éter (un celular, una tableta), quizá escribiendo un mensaje de texto. Por suerte, a ella y su acompañante no les pasó nada, salvo el susto de darle un tortazo al auto de adelante. La compañía de seguros se negó a cubrir la reparación, alegando que mi hermana no estaba autorizada para conducir ese vehículo. Los seguros suelen ser así: puntuales para cobrarte, impuntuales para pagarte. No dije nada, resté importancia al percance, mandé la camioneta al taller y pagué lo que había que pagar para que las huellas de la colisión fueran borradas (de la camioneta, no de mi memoria). En su siguiente visita, mi hermana no me pidió la camioneta, yo no se la ofrecí y ella alquiló una camioneta de alto lujo, mucho mejor que la mía, y de todos modos vino a visitarnos con regalos, y yo me sentí mezquino por no prestarle lo que antes le prestaba. Ella no hizo alusión al tema, yo tampoco.

- ¿Cómo estás, Jaimín? – Fatal, mamá, para qué te voy a mentir. – ¿Por qué, hijito? – Porque me han vuelto a bajar el sueldo. El canal está mal de plata. Parece que lo van a cerrar. – Mejor, así regresas a tu tierra querida, el Perú. – Los dueños quieren mudar el canal a Puerto Rico. Quieren que haga el programa allá. – Diles que quieres hacer el programa en Lima y, si no aceptan, renuncias. – Les he dicho que no me veo mudándome a Puerto Rico. – No sé qué esperas para volver a tu país y meterte en política, Jaimín. Aprovecha que Gastón no se lanza. Atrásalo al gordo comelón. Mándate con todo. – Para colmo de males, mamá, tengo piojos. Tengo cincuenta años, me voy a quedar sin programa de televisión y tengo la cabeza llena de piojos. – Ay, Jaimín, tú siempre con tus cuentos raros, nunca sé si creerte. – No es un cuento, mamá. Me los contagió la maquilladora o el peluquero del canal, no sé. La cosa es que Silvia me echa todas las tardes una loción tipo goma que cuesta trescientos dólares, ¡un ojo de la cara! – ¿Y ya te mató todos los piojos? – No sé, me sigue picando la cabeza mal, es una depresión. – Hijito, ¿qué me cuentas de Vargas Llosa? – Por lo que sé, está feliz con su filipina. – ¿Están viviendo juntos? – No. Ella sigue en su casa, él está en un hotel. Pero comen juntos todas las noches en casa de Isabel. – ¿Y qué sabes de Patricia? ¿Está mejor? – Parece que sí. Está muy agobiada porque la prensa española la acosa y ella no quiere dar entrevistas ni decir nada. Pero fue con sus hijos a la fiesta del orgullo gay… – ¿Adónde? – Al desfile gay en Madrid. – ¿Patricia, al desfile gay? ¿Ella desfiló? – Sí, mamá. Presidió la carroza de los Vargas Llosa. Estaba Patricia en bikini, cubierta de flores tropicales, como las escuelas de samba del carnaval de Río, y sus tres hijos, todos en tanga, también bailaban con frenesí. Una cosa de locos. Todo el barrio de Chueca los aplaudió a rabiar. Fue un momento precioso. Álvaro estaba desa-tado, bailaba con una alegría adolescente. – ¿Pero Patricia es gay? – No que yo sepa, mamá. – ¿Y entonces qué hacía allí? – No lo sé. Parece que le gusta desfilar. Y Álvaro, ni te cuento, él está donde revienta el cohete. El día anterior dio unas conferencias con su padre sobre “Cuándo y Cómo Será el Fin del Mundo” y al día siguiente estaba en el desfile gay con su madre. Es un hijo ejemplar, ¿no crees? – Menos mal que tú no fuiste al desfile gay en Madrid, hijito. – Ya no me invitan, mamá. Desde que me casé con Silvia, no me quieren, me consideran un traidor. – Pero, dime, ¿tú crees que Mario se va a mudar a la casa de Isabel, que me cuentan que es una mansión de película? ¿O se va a quedar viviendo en ese hotelito medio venido a menos que parece, no sé, Las Torres de San Felipe? – Creo que Mario quiere mudarse, pero ha tenido ciertos problemas. – ¿Qué problemas? – Bueno, el chisme es que la otra noche llegó Julio Iglesias junior a la casa de Isabel, que es su mamá, y vio a un señor canoso, muy serio, y le dijo: “Por favor, caballero, tráigame un zumo de tomate con hielo”, pensando que era un mayordomo nuevo. Y no, era Mario, Isabel casi se desmaya. – Pobre ella, ¡qué papelón! – Y luego Isabel le explicó a Julio junior, que es medio tontín, que ese señor canoso, tan serio, tan ceremonioso, era Vargas Llosa, y Julio junior le dijo: “No he leído toda su obra, señor, pero me gustó mucho su novela Cien años de soledad”. – ¡Pero qué tarado ese muchachito, por el amor de Dios! ¿Cómo puede olvidarse que Cien años de soledad es un libro que escribió Bryce Echenique? – Así mismo, mamá. Es que los hijos de Isabel mucho no leen, ya sabes. Y sospecho que Isabel tampoco, si me apuras. – ¿Y entonces Mario se quedó a dormir en casa de Isabel? – No, todavía no se anima. Se siente corto. Isabel le hizo un tour por toda la casa y Mario le dijo: “Qué bonito este cuarto, ¿cuál de tus hijas duerme acá?”, y la filipina le dijo: “Acá duerme mi hijo Julio junior, él tiene gustos muy delicados, esta colección de barbies es de él y los afiches de One Direction y Justin Bieber también son de él”. – Pues yo creo que de todo esto Mario va a sacar una gran novela, como dijo su hijo Gonzalo, ¿no crees, amor? – El más inteligente en esa familia es Gonzalo. Me encantó que le dijera a Mario que tanto “exhibicionismo” era innecesario, que se ha entregado a la “beautiful people”, que tantas apariciones en la revista ¡Hola! responden a intereses económicos, y que ahora nos debe una gran novela en clave de humor. Pero no creo que Vargas Llosa la escriba, la verdad. – Pero sería divertidísimo que lo contara todo en una novela, Jaimín. – No lo hará, mamá, no lo hará. Y su historia con Isabel no es una canita al aire, ya verás. Mario es porfiado, testarudo, y cuando elige una batalla, es indesmayable, no se rinde, llega hasta el final. – Pero con Patricia se rindió, amor. – Bueno, pero era una batalla largamente ganada, ¿no crees? Tres hijos, cincuenta años juntos, el Premio Nobel, qué más podía darle. Vargas Llosa es un hombre de aventuras, de alto riesgo, y, a punto de cumplir ochenta años, necesitaba reinventarse. – Pues se hubiera ido a meditar al Tíbet o a Nepal. – ¿Tú sabes cuál fue el gran error de Patricia, mamá? – ¿Cuál, hijito? ¿Casarse con el dientón? – No, no. No apoyar a Mario cuando decidió actuar a principios de este año. Patricia le dijo que haría el ridículo, no fue a verlo, se quedó en Lima. Y la Preysler aprovechó, fue a verlo al teatro, pasó luego al camerino a felicitar a Vargas Llosa y lo ovacionó y le regaló flores y fueron a comer juntos y allí Isabel atrasó a Patricia. Ella ya le había puesto el ojo a Vargas Llosa, la filipina no da puntada sin hilo. – ¿Qué dirá de todo esto Julio Iglesias papá, no, amor? Porque a mí Julio me sigue pareciendo guapísimo, el más guapo de todos… – Dicen que se muere de la risa. Y el rumor es que quiere grabar una canción a dúo con Vargas Llosa titulada “Caimanes del mismo pozo”. – Acá en Lima todas mis amigas, todas, me preguntan qué planes está haciendo Mario por sus ochenta años. ¿Tú crees que los va a celebrar en Lima, Jaimín? – Olvídate de eso, mamá. Vargas Llosa no quiere saber nada de Lima, la otra noche dejó plantados a los Humala en la cena con los reyes de España. Y si va a Lima con su Perla de Manila, ¿adónde se van a quedar? Porque los departamentos de Barranco están tomados por Patricia. Tendrían que irse a un hotel. ¿Adónde se van a ir, al Golf Los Incas, a la suite Claudio Pizarro? – Y entonces, ¿qué crees que harán? – No lo sé. Es en marzo, falta mucho. No me sorprendería que hicieran una gran fiesta en casa de la Preysler. La foto que quiero ver es la de Mario e Isabel con Enrique Iglesias y Anna Kournikova, todos de corto, de blanco, listos para jugar tenis, ¿no sería divino? Y de recogebolas, porque él siempre quiere estar en la foto, Álvaro, mirándole el poto de reojo a la Kournikova. – Mi Jaimín, ¿cuándo volverás a Lima? Te extraño. Tienes que venir pronto. – Yo te extraño más, mamá. Pero no puedo ir todavía. Están los Humala. Tengo que esperar un año más. – No seas tonto, regresa ahora y lánzate, hijito. Yo te financio la campaña. – No sacaría más del tres por ciento, mamá. Y, además, tengo piojos. No puedo ser un candidato piojoso. – Yo te echo agua bendita en la cabeza y te mato todos los piojos, amor. – Ya, mamá. – ¿Y quién crees que va a ganar las elecciones, amor? – Tú, mamá. Si te lanzas, ¡tú ganas! – No sigas, hijito, que me lanzo de verdad. Si Pedro Pablo se lanza con sus buenos setenta y siete años, yo, que tengo setenta y cinco, ¿por qué no?

Hacía una semana se había terminado el frasco de Cialis, pastillas de cinco miligramos que tomaba cada día al levantarme, y no había podido comprar uno nuevo porque no me alcanzaba la plata (el frasco de treinta unidades costaba trescientos dólares), en el canal me habían rebajado el sueldo y me daba vergüenza pedirle dinero a mi esposa para comprar esas píldoras que aseguraban un correcto (tampoco digamos descollante o sobresaliente) rendimiento sexual. Pensé que podía dejar de tomarlas sin experimentar un decaimiento en mi apetito erótico y confié en que, cuando llegara el momento, el amor que sentía por mi esposa (ya cinco años juntos, cuatro casados) obraría milagros y me permitiría, sin estimulantes químicos, estar a la altura de las circunstancias.

Patricia, hola, soy yo, Mario.

Jaimín, dime, estoy confundida: Isabel Presley, ¿es hija de Elvis Presley? –No, mamá, ¡es Preysler, no Presley!

Jaimín, ¿qué te ha parecido el escándalo de Vargas Llosa?

Cuando mi neurocirujano de confianza me dijo que yo era bipolar y tenía que cambiar las pastillas para dormir, le hice caso, sin saber que una de esas pastillas me provocaría sonambulismo.

Tienes que bajar de peso, estás gordísimo –me dijo Silvia, mi esposa, cuando me vio en ropa de baño. Era cierto, estaba pesando cien kilos y debía pesar no más de ochenta y cinco, tenía que bajar esos quince kilos de pura grasa, resultado de la buena vida sedentaria y todas las bolitas de nueces y chocolate que comía pasada la medianoche, cuando me atacaba la ansiedad y un hambre malsana me llevaba clandestinamente a la cocina. – Te prometo que hoy comienzo una dieta estricta –le dije. Pero Silvia no me creyó, me conocía bien, sabía que mis dietas nunca funcionaban, y por eso, sin decirme nada, tiró a la basura los chocolates, los helados de lúcuma, las bolitas de nueces, los mazapanes, las galletas pícaras y morochas traídas desde Lima, todo el dulce que me tentaba de noche, cuando ella dormía y no podía vigilar que no bajara a la cocina en mis incursiones kamikazes. Pasó una noche, pasaron dos, pasaron tres, y me resigné a comer pasas y ciruelas cuando me venía el hambre maluca de madrugada, pero al cuarto día, pesando todavía lo mismo, sin haber bajado tan siquiera un kilo, le dije a mi esposa que tenía que ir al banco, y me dirigí en cambio a la dulcería, compré cien bolitas de nueces y chocolate y, al llegar a casa, furtiva y sigilosamente, sin que ella me viera, metí la caja con ese tesoro azucarado debajo de mi cama. – Estoy muy orgullosa de ti –me dijo mi esposa esa noche, antes de quedarse dormida–. Ya vas para el cuarto día sin comer dulces. – No sabes cómo estoy sufriendo –me quejé, tan aficionado yo al melodrama. Y cuando ella se durmió, bajé de la cama, me eché en la alfombra, deslicé un brazo inquieto y fui sacando, una a una, jurándome que cada una sería la última, bolitas de nueces y chocolate que se disolvían en mi boca. Comí diez o doce, Silvia no me vio, subí a la cama y dormí como un bendito. Pero, al día siguiente, cuando mi esposa me pesó, no solo no había bajado ni medio kilo, sino que pesaba uno más. – Tienes que salir a correr –me dijo–. Si no sudas, no bajarás de peso. – Pero ya estoy haciendo una dieta severísima y no estoy comiendo nada de dulce –protesté, porque llevaba meses, tal vez años, sin correr y temía que si lo intentaba colapsaría en una vereda como un perro sin dueño. – No basta con eso –dijo Silvia, que se había vuelto una obsesa de la nutrición, los jugos verdes, las comidas orgánicas, las dietas ultramodernas–. Tienes que correr mínimo media hora. – No creo que pueda, ya tengo cincuenta años –le advertí. – Entonces yo te acompañaré –se ofreció ella, generosamente. – No, no, no hace falta, prefiero correr solo –le dije, porque tenía un plan para despistarla. Después del programa, ya tarde, al filo de la medianoche, Silvia me obligó a ponerme ropa deportiva y zapatillas y me despidió con un beso cargado de buenos augurios. Como tenía un plan, saqué una botella de agua y salí corriendo. Pero troté apenas media cuadra y, cuando ya me encontraba lejos de la casa, sin que ella pudiera verme, empecé a caminar lenta, morosamente, hasta llegar a una banca cercana, en la que me eché y me puse a ver el cielo despejado, la luna llena, las estrellas, mientras pensaba en títulos para mi novela. Cuando se cumplió una hora, me puse de pie, me bañé de agua la cabeza y el pecho, corrí una cuadra de regreso a casa y, apenas Silvia me vio, aceleré la respiración, agitándome, casi jadeando, y le dije: – Mira cómo estoy sudando, huelo a chivo mal, he corrido como una bestia. – Estoy orgullosísima de ti –me dijo. – Pensé que iba a desmayarme –le dije, y subí deprisa, me encerré en el baño y me di una larga ducha en agua caliente. A la noche me jacté de no haber comido un solo dulce minúsculo, nada de nada, y mi esposa me premió con besos y abrazos y, apenas se quedó dormida, me descolgué de la cama, me tendí en la alfombra, repté cuidadosamente y, como un lagarto, un caimán hambriento, fui sacando más y más bolitas de chocolate y nueces hasta saciarme y volver a la cama y dormir soñando con ángeles, querubines y el dinero de mi madre. Así fueron pasando los días y las noches, simulando salir a correr, descansando en la misma banca, fingiendo estar a dieta, tragando dulces cuando Silvia dormía, y todo estaba bien, salvo que, cuando me pesaba, conminado por ella, de pronto veíamos que había subido un kilo, dos kilos. – Esta balanza de mierda está malograda –me quejé amargamente–. Hay que tirarla. Ya basta de pesarme. Tenemos que ser pacientes y quizá en un mes empiece a perder peso. – Hay algo que estamos haciendo mal –se dijo Silvia, pensativa–. Tienes que tomar más agua, quizá estás reteniendo líquidos. – Sí, sí, debe de ser que mis quince kilos de sobrepeso son pura agua –dije. – Es raro, porque regresas de correr tan sudoroso, se supone que deberías estar botando el agua –dijo, sin entender qué pasaba conmigo. – Yo creo que estoy mal de la tiroides –dije, haciéndome la víctima–. Debe de ser un problema glandular, hormonal. Silvia me miró, pícara, y dijo: – ¿Será por eso que tienes los huevos tan hinchados? Nos reímos. Esa noche salí a correr, me eché en la banca, me mojé con agua y regresé con la respiración acelerada, entrecortada, como si hubiera corrido una maratón de cuarenta kilómetros. Me había convertido en un simulador, un gran histrión, y Silvia ni sospechaba que tanto la dieta como el ejercicio eran puro cuento, puro humo. Hasta que una noche regresé de la televisión y ella me esperaba con cara de pocos amigos. – Eres un mentiroso de lo peor –me dijo. – ¿Por qué me dices eso, mi amor? –pregunté, manso como un corderito. Me miró con ojos encendidos, flamígeros: – Estaba haciendo la limpieza en tu cuarto y hay una fila de hormigas que se meten debajo de la cama. La concha de la lora, pensé, malditas hormigas delatoras. Subimos al cuarto, me enseñó la hilera de hormigas laboriosas, puse cara de perplejidad, y dije: – Será que han hecho su casa debajo de la cama. – No te hagas el huevón –me dijo ella. Luego se agachó y sacó la caja con las pocas bolitas de nueces y chocolate que quedaban. – ¡Quién carajo ha dejado eso ahí! –protesté, a gritos, furioso. – ¡No te hagas el inocente! –gritó Silvia, indignada. – Debe de ser de Eliana, ¡yo no he puesto esos dulces allí! –dije, cobardemente, culpando a la pobre nana colombiana, que, como yo, flaca precisamente no estaba. – Estas bolitas no son de Eliana, ¡son tuyas! –me espetó Silvia. – ¡Falso! –me desgañité–. ¡Falso de toda falsedad! ¡O son de Eliana o las hormigas chucha secas del orto las han traído cargadas hasta acá! Silvia me miró con menos rabia que pena y dijo, para sí misma: – Si serás huevón… Furioso, la emprendí contra las hormigas, pisándolas sin compasión, pero mi esposa las defendió, empujándome y llevándose la caja con las bolitas. – ¿Adónde te las llevas? –pregunté, desesperado–. ¡No se te ocurra tirarlas a la basura! Silvia se marchó deprisa, yo bajé las escaleras detrás de ella, le arrebaté la caja y salí a la calle corriendo como un demente, mientras me empujaba una bolita tras otra, delicada operación, la de tragar y correr a la vez, que podía costarme la vida. – ¡Ven acá, gordo huevón! ¡Deja de comer como un chancho! –me gritó Silvia, corriendo detrás de mí. Pero yo corría más rápido que ella, tal vez acicateando por ese envión de azúcar a la vena, y apenas terminé de comerme todas las bolitas, me tiré en el pasto, al lado de la pista, jadeando, y cuando llegó mi esposa le dije: –Creo que me va a dar un infarto. –Eres un gordo pelotudo –me dijo ella, riéndose, y se echó a mi lado a ver las estrellas. Sentí que la amaba.

Desperté tarde, bajé a la cocina a tomar un jugo de naranja y encontré a Silvia, mi esposa, que parecía de mal humor. Le di un beso y pregunté: – ¿Qué te pasa, mi amor? – Nada, nada –dijo ella, sin embargo, con un gesto de contrariedad que nublaba su mirada. Era evidente que estaba disgustada. – Por favor, dime –insistí. Me miró a los ojos y dijo, sin levantar la voz: – Estuviste hablando toda la noche. No me dejaste dormir. – Maldición, mil disculpas –dije. No recordaba nada de lo que había soñado, por eso pregunté candorosamente: – ¿Y qué decía? Me miró, decepcionada, y dijo: – Mejor no te cuento. – Por favor, dime –rogué. – Estabas hablando con Casandra –dijo, y me miró como si la hubiese traicionado. – Con Casandra, ¿mi ex esposa? –pregunté, sorprendido. – Tú sabrás mejor que yo –dijo ella, casi furiosa–. ¿O hay otra Casandra en tu vida? Preferí no responder, no quería meterme en líos, Casandra me había escrito un par de correos insólitos en días pasados, proponiéndome un encuentro en Miami, y yo le había dicho que encantado, cuando quisiera, y por supuesto Silvia estaba al tanto de todo eso. – ¿Y qué le decía? –pregunté, con genuina curiosidad–. ¿Peleábamos? Silvia se rio sarcásticamente, me miró con bien disimulado desdén y dijo: – Bueno fuera que hubieran peleado. No parecía que peleabas con ella. No sabía por dónde vendrían los tiros, pero ya era tarde para pedir un armisticio. Pregunté: – ¿Y entonces qué parecía? – ¿Qué crees? –dijo Silvia, levantando la voz–. ¿Qué crees? De pronto comprendí que mi charlatanería nocturna la había privado de sus horas regulares de sueño, y tal vez por eso estaba tensa, irritada, con ganas de darme pelea. – Le decías “chupa, Casandra, chupa”. Solté una risa auténtica, no lo podía creer, tenía que ser un invento pícaro de Silvia, pero ella me seguía mirando con ojos helados, extranjeros a la ternura, así que me defendí: – Supongo que estábamos brindando, tú sabes que a Casandra le gusta mucho el vino. – ¡No estaba tomando vino! –se enojó Silvia–. ¿Qué crees, que soy huevona, que me chupo el dedo? – ¿Y cómo puedes estar tan segura? –pregunté, todavía sorprendido por su crispación. – Porque luego le decías “cómetela, cómetela toda”. De nuevo me reí, pero ella no me acompañó, y de inmediato un silencio opresivo se instaló entre nosotros, y entonces me replegué y dije: – Seguro le estaba invitando una empanada, mi amor. Es mi ex esposa, la madre de mis hijas mayores, yo soy un buen anfitrión, seguramente le serví una empanadita caliente. Silvia tomó agua de una botella de plástico y dijo: – No creo que era una empanada lo que Casandra estaba comiéndose en tu sueño. Puse cara de tonto, lo que no me supuso un gran esfuerzo, y pregunté, temeroso: – ¿Tú crees que era un sueño erótico? – ¡Pero claro! –estalló Silvia. – Ya, mi amor, pero no te molestes, no grites, nos van a escuchar tus papás, que están en el cuarto de huéspedes. – ¡Me importa un carajo si me escuchan! –gritó Silvia–. ¡No me has dejado dormir! Decías como un mañoso “ponte en cuatro, Casandra, ponte en cuatro”. Ya no me reí, no podía ser tan cínico, me puse serio y pasé al ataque: – Eso es imposible, bebita linda. Estás inventándote todo, mi amor. Seguramente le dije “ponte el canal Cuatro”. Estábamos viendo televisión, le dije “chupa, chupa” cuando le serví un vinito, luego le calenté una empanada y le dije “cómetela toda” y luego me senté con ella y le dije “ponte el Cuatro” para ver el noticiero o Cuarto poder. – Huevadas –dijo Silvia, impacientándose–. Puras huevadas hablas. Cuando estás despierto, hablas huevadas y cuando estás dormido, hablas puras huevadas arrechas. – Amor, te juro que no he tenido un sueño erótico con Casandra, estás alucinando mal –le dije, y traté de darle un beso, pero ella me rechazó, se alejó de mí y dijo: – ¿Y entonces por qué carajo le decías “mete el dedo, mete el dedo”? Avergonzado, ensayé una interpretación poco persuasiva: – Quizá yo estaba en la piscina y le dije mete el dedo para que tocara el agua y viera que no estaba fría. – ¡Cojudeces! –me vapuleó Silvia– ¡Como si no te conociera! ¡Estabas pidiéndole que te metiera el dedo al poto! – ¡Yo jamás le pediría eso a Casandrita! –me indigné–. ¡Ni en sueños se lo pediría! Silvia estaba tan molesta que pensé que me tiraría la botella de agua en la cara. – A mí no me tocas hace un mes ¡y de noche eres un galán con tu Casandrita! Luego se retiró deprisa, sin darme ocasión de disculparme. Poco después vino a la cocina la mamá de Silvia, que había llegado de visita desde Lima. Me pidió una computadora porque la suya no funcionaba. Subí a mi estudio, saqué una vieja laptop que ya no usaba y se la presté. Más tarde, mi esposa vino a mi estudio y me preguntó a quemarropa si le había prestado una computadora a su madre. Le dije que sí. Me miró, furiosa, y dijo: – Qué vergüenza, se me cae la cara de la vergüenza. Sin entender qué había pasado, le pedí explicaciones. Silvia me las dio enseguida: – Mi madre quería leer El Comercio en tu laptop, escribió la letra E y le apareció “Enanas tetonas”, una página porno. Quedé en silencio, petrificado. Silvia continuó: – Luego quiso leer La República, escribió la letra L y se le abrió “La pose del helicóptero”. Las evidencias contra mí eran tan abrumadoras que no podía defenderme. – Y cuando quiso leer Perú21, qué crees, puso la P y le apareció “Pajazo ruso”. Cuando por fin pude articular palabras, dije, balbuceando: – Maldita computadora, debe de ser un problema del teclado. Enseguida sonó el celular de Silvia, quien contestó, muy seria. Era su madre. Pude oír su voz de consternación: – Hijita, ahora quería leer Caretas y puse letra C y me aparece una página de “Culitos peruanos” ¡y no sé cómo cerrarla! Comprendí que debía huir de casa a la gasolinera más cercana, pues Silvia parecía a punto de darme una bofetada y jalarme las mechas por no dejarla dormir y luego avergonzarla ante su madre con mis tardías efusiones libidinosas. Corrí a la camioneta, subí a toda prisa y me alejé de casa sin saber si esa noche podría volver a dormir allí. Ya en la gasolinera, mientras comía un helado de coco y hablaba de política con el dependiente nicaragüense, sonó el celular y contesté enseguida. Era Silvia. Las cosas no parecían mejorar: lo que ya iba mal podía ir peor. – Dice mi mamá que quiso ver televisión peruana en vivo, en Internet –dijo. Preferí guardar silencio, la voz de mi esposa no parecía anunciar buenas noticias. Continuó: – Quiso ver Latina y se le abrió “La Tía Mamona”. Mucho me temo que esta noche dormiré en un hotel, pensé. – Quiso ver América y le saltó “Asiáticas Gemelas En Cuatro”. Por algo me dicen el Tío Terrible, pensé, resignado, ¿o es que mi Silvita no sabía con quién se estaba casando? – Y quiso ver las noticias de RPP y tu computadora la obligó a mirar la página de “Rumanas Calientes”. Estoy perdido, estoy frito, va a querer divorciarse de mí, me dije. – Y cuando trató de leer Trome, terminó leyendo “Trolas Depiladas”. – ¿Y alguna de esas páginas le gustó? –pregunté, haciéndome el pícaro. – ¡Vete a la puta que te parió! –me dijo mi esposa. – Es la misma señora que nos mantiene –dije, pero ella ya había cortado.

Mi madre Dorita y yo subimos a la camioneta, eran las doce del mediodía, encendí el motor y nos dirigimos a la parroquia a oír misa. De inmediato oímos el maullido de un gato.

En vísperas del Día de la Madre, no tenía regalos para Silvia, mi esposa, madre de nuestra hija Zoe, así que, como me encontraba corto de plata, los ahorros menguando, el futuro en la televisión incierto, llamé a mi madre Dorita y le pedí permiso para usar su tarjeta de crédito y cargar a su cuenta los regalos para Silvia.

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Mi madre Dorita me llamó por teléfono desde Madrid el día de su cumpleaños y me sorprendió: –He decidido que voy a retirar toda la plata que me dejó Robert en bancos de Londres. Robert, su hermano, murió a principios de abril hace cinco años, y dejó parte de su fortuna a mi madre, que lo acompañó en el momento de su muerte. –¿Y qué vas a hacer con esa plata? –pregunté–. ¿Dónde la vas a invertir? –Todo lo voy a mandar a Lima y voy a dividirlo entre mis diez hijos. De pronto llovía maná del cielo. Eufórico, jubiloso, dije: –¡Magnífico, qué gran noticia, no sabes la alegría que me has dado! Luego añadí: –Eres la mejor mamá del mundo, qué me haría sin ti. Dorita volvió a sorprenderme con su voz suave y, a la vez, firme: –El problema es que no sé si puedo darte tu parte, mi amor. Sentí un balde de hielo en la cabeza y la espalda, un ramalazo que me paralizaba. –¿Por qué, mamá? –pregunté–. ¿Me vas a desheredar como tu hermano? Robert había dejado no poco dinero a mis nueve hermanos, pero no a mí, porque no le gustaba que contase todo en mis novelas y deploraba que hiciera alarde de mis extravagancias sexuales. –Quiero darte tu parte, pero hay dos cosas que tienes que hacer para allanarme el camino, mi amor –dijo Dorita, con la voz bondadosa que le era habitual. –Dime, mamá, estoy a tus órdenes –dije, sumiso, porque sabía que con mis novelas y programas de televisión no ganaría en diez vidas lo que ella podía donarme, si le despejaba el camino de unos escollos que pasó a enumerar, no sé si en orden de importancia: –Primero que nada, hijito, tienes que bautizar a tu hija Zoe. Zoe acababa de cumplir cuatro años y no habíamos querido bautizarla porque nosotros, sus padres, Silvia y yo, somos agnósticos, y nos parecía que sería una incoherencia moral iniciarla en una fe religiosa que no poseemos y hemos perdido. –Justamente la otra noche Silvia y yo estábamos pensando que sería lindo bautizarla –me apresuré a mentir piadosamente, en aras de allanar el camino a la donación. –Cuanto antes, mejor –sentenció Dorita. –El problema es que en la parroquia nos ven con mala cara porque no nos hemos casado religiosamente –le advertí. –No te preocupes, ya hablé con el padre Julio y él nos va a bautizar a Zoecita apenas yo le diga, sin charlas ni nada. –Un bautizo exprés –dije. –Así mismo, hijito –dijo ella–. Tú sabes que yo abro muchas puertas. –Cuenta con eso, mamá. Cuando pases por Miami de regreso a Lima, bautizamos a Zoe y tú serás la madrina. Dorita se apresuró a corregirme: –No, no, yo no quiero ser la madrina. –¿Y eso, por qué? –pregunté. –Porque soy la abuela, pues, huevón, la abuela no puede ser la madrina. –Como quieras, mamá –me replegué dócilmente, como un cachorrito, acostumbrado ya a sus amigables palabrotas–. La madrina será Caroline y el padrino, Jack. Caroline es mi hermana favorita; Jack, mi hermano favorito, ya es padrino de mi hija mayor. –Así me gusta, hijito, vamos avanzando –dijo, y oí que bostezaba. –¿Qué más debo hacer para facilitar que me incluyas en la repartición del maná que caerá del cielo? –pregunté, pensando que me diría: casarte con Silvia por la religión, cosa que estaba dispuesto a hacer en la Catedral de Lima, hincado de rodillas, con una corona de espinas flagelándome la cintura y el pubis por mi conducta libertina, todo fuera para que Dorita sintiera orgullo de mí y, sobre todo, no nos engañemos, dejara caer un maná en mis menguantes cuentas bancarias. –Tienes que volver al estado de gracia –dijo ella. No entendí bien, por eso pregunté: –¿Estado de gracia? Yo me siento en estado de gracia todos los días con Silvia y Zoe. Para mí estar vivo ya es una gracia que agradezco, mamá. –No es así, hijito, no me palabrees, no seas piquito de oro conmigo –se impacientó Dorita. –¿Entonces? –pregunté. –Tienes que confesarte –dijo ella. –¿Confesarme? –pregunté, sorprendido–. ¿Con un cura? No me había confesado hacía treinta años fácilmente, no recordaba la última vez que lo hice, debió de ser cuando tenía dieciocho años y postulé a la universidad, desde entonces no le había dicho mis pecados a nadie, o a ningún religioso, tal vez en mis novelas más afiebradas se los había relatado a un lector imaginario. –Claro, con un sacerdote –me corrigió mi madre, pues no le gustaba que dijera “cura” para aludir a un religioso en sotana. –Si me confieso, ¿me incluirás en la donación? –pregunté. –Es una promesa, como que me llamo Dorita Mary Lerner –dijo. –Dalo por hecho, mamá –me apresuré a comprometerme–. Si quieres, me confieso contigo. –No digas cojudeces, hijito, la confesión tiene que ser con un sacerdote, si no, carece de valor –me educó ella. –Mañana mismo me confieso –prometí. –¿Y cómo sé que no me vas a mentir? –se inquietó ella–. Porque contigo nunca sé cuándo me dices la verdad y cuándo estás inventando cosas. –Pues me confesaré con tu amigo, el padre Julio, y tú lo llamas y él te lo confirmará. –Muy bien, hijito, muy bien, así me gusta. Por recibir el dinero de mi madre, estaba dispuesto a ir a misa todos los días, confesarme todas las tardes, ser monaguillo, cantar en el coro, pasar la limosna, orar tres meses encerrado en una abadía, lo que ella me ordenara, así de desesperado estaba por recibir su donativo. Esa misma tarde llamé al padre Julio, le pedí que me confesara y me dijo que me recibiría a las ocho de la noche en sus oficinas. Llegué puntualmente. Me puse de rodillas ante él, nos persignamos, me dijo: –Avemaría purísima. –Sin pecado concebida. –Dime tus pecados, hijo mío. –Padre, confieso que no creo. –¿Cómo que no crees? –Soy agnóstico. –Entonces, ¿qué rayos haces acá? –Mi madre me mandó. –Ya, ya. ¿Qué más? –Padre, confieso que tengo el orto como la vía de un tren. –Eso ya me lo temía. He leído tus libros. –Padre, confieso que he comido kilómetros de poronga fina. –Ya, ya. ¿Y estás arrepentido? –Bueno, sí, pero confieso que a veces lo extraño. –Es contra natura, hijo, contra natura. –Padre, confieso que soy mitómano, todo lo que escribo me lo invento. –Ya, ya. ¿Qué más? –Padre, confieso que cuando hago el amor con mi esposa, le pido que me meta el dedo. –¿Dónde?, ¿en la boca? –No, padre, bueno fuera. En el orto. –Ya, ya. –¿Es pecado? –Sí, claro. Sigue, hijo. –Padre, ya que estamos, a veces, cuando hago el amor con mi esposa, me gusta ponerme en cuatro. –¿En qué? –En cuatro. ¿Es pecado, padre? –Creo que sí, hijo. Voy a tener que consultar con el Vaticano. Pero a primera vista diría que sí. ¿Qué más? –Padre, confieso que todos los días me inserto entre ocho y diez supositorios. –¿Por qué? ¿Eres estreñido, estás constipado? –No, qué ocurrencia, padre. Por puro placer. Soy adicto al supositorio. –Ya nada me sorprende, tratándose de ti. –Padre, confieso que… –¡No sigas, hijo mío, basta ya! ¡Y deja de jugar así con tu ano, por el amor de Dios! Ahora vamos a rezar juntos treinta padres nuestros y treinta avemarías, voy a absolverte. –Gracias, padre, es usted un gran tipo. Y por favor no le cuente a mi madre que tengo el orto como la vía de un tren. –Ella lo sabe mejor que tú, hijo. Oremos. –¿Puedo sentarme, padre? –No, quédate de rodillas. –No es la primera vez que me arrodillo ante un hombre, padre. –¡Silencio, que no te absuelvo, coño! –Oremos, padre, oremos.

Estando en Lima, mi madre Dorita decidió pasar su cumpleaños número setenta y cinco en Madrid, en el departamento de su hermano, y por eso anunció que pasaría un par de días en Miami, visitándome camino a Madrid, así el vuelo se le hacía menos tedioso. En vísperas de su partida, le pregunté si quería quedarse en el hotel caro o en el más económico de la isla. No lo dudó, eligió el hotel barato, la habitación más austera. De paso me dijo: – Van a llegar a tu casa seis frascos de aceite de marihuana que he comprado en Amazon, ya sabes que me hacen maravillas en la piel y me quitan las manchas. No me sorprendió, ya sabía que mi madre se aplicaba aceite de marihuana regularmente, ya habían llegado a la casa los frascos que ella pedía cada tanto. En efecto, los seis frascos de aceite de cannabis, tamaño extra grande, llegaron un día antes de que llegase Dorita. Guardé un par para mí y dejé cuatro en la caja para ella. Dorita llegó contrariada porque había perdido su celular en el avión y recién se dio cuenta cuando estaba en la camioneta con el chofer que envié a buscarla al aeropuerto. – Una de las azafatas me ha robado el celular –me dijo, nada más al saludarnos–. Yo sé quién es. Estoy segura de que fue una chilena antipática con cara de atea, que me trató pésimo todo el vuelo. – Ya no hay nada que hacer –dije, tratando de calmarla–. Compramos otro celular y punto. – ¡Cómo que ya no hay nada que hacer! –se enojó–. Voy a llamar a quejarme y voy a recuperar mi celular, ¡aunque tenga que ir a la casa de la chilena a quitárselo a la fuerza, jalándole las mechas! –advirtió, furiosa. La llevé a una tienda en la isla, compré el mejor celular, elegí imágenes religiosas como fondo de pantalla, pero no conseguí que mejorase su humor. Estaba realmente contrariada. Poco después, tomando el té, me confesó: – Es que tenía fotos bien lindas con mi novio. Quedé perplejo: – ¿Tienes novio? –pregunté, bajando la voz. Dorita me miró con ojillos pícaros, vivarachos. – Sí –dijo–. Pero es secreto. No lo sabe nadie. – ¿Quién lo sabe? –pregunté, sin salir del asombro. – Nadie, ni siquiera él –dijo, y me reí, pensé que estaba bromeando, pero ella me miró muy seria y dijo: – Es mi novio, está enamorado de mí, pero no se ha dado cuenta, es un poco lento. – Tiempo al tiempo –dije-. Luego pregunté: – ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué hace? Dorita demoró la respuesta. – Es Manuel, Manuelito, mi masajista. La miré, demudado. No podía ser verdad: – ¿En serio? ¿Qué edad tiene Manuel? – Como tu Silvilín –dijo mi madre–. Veintiocho años. Un pichoncito. Un pan de Dios. Un ángel que el Señor me ha mandado. Me reí. – ¿Y de verdad crees que está enamorado de ti? –pregunté. – No tengo la menor duda, como que me llamo Dorita Mary Lerner viuda de Barclays –sentenció–. No sabes cómo me masajea, con qué amor me acaricia, con qué ojitos revirados me mira. Y yo lo amo, pero no se lo puedo decir a nadie, porque ya sabes cómo son tus hermanos. – ¿Cómo son? –pregunté. – Van a creer que Manuel me quiere solo por la plata. Y además no lo respetan porque es un hombre moreno, del pueblo. No conocía a Manuel. Quería ver sus fotos, pero estaban en el celular perdido. – ¿Se han besado? –pregunté. – No, todavía no –dijo Dorita–. Hay que darle tiempo. Me miró como una niña traviesa. – ¿Qué? –le dije. – Nos hemos bañado juntos en la tina –dijo. Solté una carcajada. – Pero los dos con ropa interior –matizó–. Es parte de mi terapia, no creas que Manuel es un mañoso como tú. Antes de pagar la cuenta, dije: – Tenemos que recuperar el celular. Llegando a la casa, Dorita se instaló en un sillón reclinable de la sala y se quedó dormida. Aproveché para hacerme una tortilla de claras de huevo, tomates, champiñones y queso. Como siempre, usé su aceite de marihuana para calentar la sartén y darle un sabor especial a la tortilla. Estaba comiendo cuando mi madre despertó, se acercó a la cocina y preguntó: – ¿Qué comes, hijito? – Tortilla de clara. No quise decirle que había usado su aceite de marihuana para freírla. – Invítame, me muero de hambre –dijo, y se sentó a mi lado. No me quedó más remedio que servirle la mitad de la tortilla de ocho huevos. Dorita comió deprisa la tortilla con marihuana, elogiándola sin reservas: – Es la mejor tortilla que he comido en mis setenta y cinco años. Quince minutos después, estábamos los dos echados en los sillones reclinables de la sala, los ojos levemente achinados, riéndonos de cualquier cosa. – Qué bien me ha caído esa tortilla –dijo mi madre–. Me ha mejorado mucho el humor. No quise explicarle que yo usaba su aceite de marihuana no para untármelo en la piel sino para cocinar y ponerme risueño. – Dame tu celular –me pidió, con gesto travieso. – ¿A quién vas a llamar? –pregunté. – A mi novio –dijo ella. En efecto, marcó unos números que sabía de memoria, debía de llamarlo a menudo, me hizo activar la función de altavoz, y enseguida dijo: – Manuelito, hola, soy Dorita, tu jefa. Se oyó la voz sorprendida de su masajista: – Señora Dorita, qué gusto, cómo le va. – ¿Has ido a misa hoy? – Sí, señora, claro, y he rezado por usted. – Muy bien, muy bien. ¿Me extrañas? – Muchísimo, señora. – Yo también te extraño, Manuel. ¿Quieres ir a Madrid a darme el encuentro para pasar juntos mi santo? – Claro, señora, sería lindísimo. – Y después nos vamos de luna de miel a París –dijo Dorita, y soltó una carcajada. – ¿Cómo está su salud? –preguntó él. – Mal, muy mal –exageró Dorita–. Muy tensa. Necesito tus manos, cholo. Necesito que me ajoches fuerte los nudos de los nervios. Lo que más extraño es darme un buen baño de tina contigo y que me hagas masajes ricos en la espalda. – En Madrid, si así lo desea, nos metemos en la tina, señora –prometió Manuel. – Y en París también –se entusiasmó Dorita–. Chau, cholo, chau, ya te llamo después, mándame por Internet todas nuestras fotos, que se me ha perdido mi celular, me lo robó una chilena atea. Dorita cortó la llamada y me dijo: – Mi cholo recio me hace sentir una mujer. Luego se puso de pie y empezó a quitarse la ropa. – ¿Qué haces, mamá? –pregunté, sorprendido. – Vamos a bañarnos a la piscina, pues, huevón –me dijo ella–. Desahuévate, Jaime: nos bañamos yo en calzón y sostén y tú, en calzoncillos. Así mismo entramos en la piscina. Dorita parecía la mujer más feliz del mundo. – ¿En quién piensas, mamá? –pregunté–. ¿En tu novio? – No me interrumpas, hijito, que estoy haciendo pila –dijo ella. Al salir de la piscina, me dio frío. Por eso decidí quitarme la ropa de baño detrás de una tumbona, así mi madre no me veía desnudo. Pero ella, cubierta por una toalla, se asomó, pícara, desinhibida, revoltosa, y quiso espiarme sin ropa. De inmediato soltó una carcajada. – ¿De qué te ríes? –le pregunté, abochornado porque me había visto desnudo. – Se te ha achicado el pipilín –dijo Dorita, riéndose–. Tienes un chizito. De niño lo tenías más grande. Me quedé callado, sin saber qué decir. No reconocía a mi madre. El aceite de marihuana le había caído bien. – Debe ser que no lo usas nunca –dijo, riéndose como una niña, y se metió de vuelta en la piscina.

Desperté a las dos de la tarde, me di una ducha rápida, tomé dos cafés con leche de almendras y me vestí apropiadamente para la fiesta de mi hija Zoe, que cumplía cuatro años. –¿Puedo ayudar en algo? –pregunté a las nanas María e Hilda, que vestían a Zoe de princesa. –No hay suficientes dulces –regañó María–. Vaya a comprar más.

Mi madre Dorita vino a pasar unos días con nosotros. Tras su última visita, pensé que no la vería en dos o tres meses, pero me sorprendió, anunciándome de pronto un viernes que al día siguiente llegaría con sus amigas Teresa y Antonia, amigas de toda la vida, del colegio Villa María, de correr olas en La Herradura, del Opus Dei.

A fines del 90, descorazonado por la derrota de Vargas Llosa, me fui del Perú. Era la primera vez que me alejaba de mi país resuelto a no volver en buen tiempo, digamos los cinco años que durase el gobierno de Fujimori, que entonces casi nadie sospechaba que duraría diez. Antes de irme, vendí mi departamento de Miraflores por veinte mil dólares, liquidé mis cosas, metí todo en dos maletas y me mudé a Madrid con la intención de ser un escritor a tiempo completo y terminar la novela que venía maliciando años atrás. Tenía veinticinco años, el Perú me parecía un país de locos suicidas, no quería ser parte de ese hundimiento y terminé, enero del 91, en Madrid. Mi amigo y yo alquilábamos medio departamento (un cuarto y un baño) en el piso de dos hermanos peruanos. En seis meses escribí bastante, gasté casi todos mis ahorros, me negué a trabajar (porque escribir ficciones en un cuaderno no equivalía a trabajar) y poco faltaba para que expirase mi visa de turista cuando los Delgado, que acababan de fundar el canal Sur en Miami, me propusieron que hiciera un programa en esa ciudad. Me despedí de mi amigo (que se había hecho español), nunca más volvimos a vernos, volé a Miami, alquilé un departamento en Key Biscayne por mil dólares al mes a una venezolana, me compré un Honda básico y volví al circo de la televisión con la novela inconclusa.

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Dorita Lerner viuda de Barclays viaja cuatro veces al año de Lima a Miami para visitar a su hijo Jimmy Barclays, quien se considera un escritor y dice que está escribiendo una novela voluminosa sobre su familia, pero, en la práctica, no trabaja y vive de las donaciones de su madre, unas transferencias bancarias que ella hace a escondidas de sus otros hijos, que nunca saben cuánta plata tiene Dorita, dónde la esconde, cómo va cambiando de escondites y en qué actos de caridad va gastándola a su antojo.

Hacía muchos años, quince para ser exactos, que no daba una fiesta. Aquella vez cumplía treinta y cinco y reservé el salón de un hotel para agasajar a mis invitados y se comió bien y bailó mejor. La estrella de la noche, o así lo recuerdo ahora, fue mi hermana mayor, quien, después de pasar diez largos años como monja de clausura, había logrado recuperarse de tamaña autoflagelación y se había echado un novio pintor con el que ejecutó vistosas acrobacias en la pista de baile, arrancando murmullos de admiración entre los danzantes y comensales, que veíamos arrobados su intrepidez como bailarina exenta de inhibiciones o pudores. Aunque llevábamos un par de años divorciados, mi ex esposa y yo éramos tan buenos amigos que organizamos juntos la fiesta, compartimos mesa, chismes y bromas, bailamos alicorados y terminamos en su cama al amanecer, recreando unas formas de amor a las que habíamos renunciado legalmente, pero que, tal vez por eso mismo, por estar en apariencia proscritas, o porque aquella sería la última de nuestras noches como amantes, aún nos resultaban deseables, creíbles.