Por Alicce Cabanillas
Es una deportista nata, pero también una emprendedora perseverante. A los siete años, ya jugaba tenis de mesa para la Federación Peruana. Corrían los años setenta, cuando Mónica Liyau empezó a cosechar laureles para el país.
Ganó el campeonato nacional infantil, luego el Sudamericano, también el Panamericano, el Bolivariano, el Abierto de Estados Unidos, nada la detuvo hasta llegar a las Olimpiadas de Seúl en 1988.
Su pasión por esta disciplina la compartía con el afán de hacer empresa, algo que heredó de sus padres. La familia de Mónica tenía una fábrica de velas. Ella quería formar parte del negocio y decidió estudiar Administración de Empresas, pero el amor cambió sus planes.
NO TODO FUE DULCE. Conoció a Claudio Kano, el sexto en el mundo en tenis de mesa por ese entonces, se casó y se fue a vivir con él a Brasil. En 1996, un trágico accidente la dejó sola, con un niño de cinco años que cuidar.
Decidió volver al Perú, dejando atrás una compañía de artículos deportivos, que había iniciado con su esposo. “Como el negocio de las velas cayó, mi papá pensó en poner una fábrica de caramelos. Yo le ayudé a importar toda la maquinaria necesaria”, comenta.
Su padre falleció y Mónica quedó devastada. “No voy a competir con Ambrosoli o Alicorp”, pensaba. Pese a sus dudas, nació Festín, marca que duró un año y medio por las dificultades que encontró al cobrar a los vendedores directos. Necesitaba reinventarse.
De casualidad, un amigo le sugirió hacer caramelos para promocionar la empresa para la que él trabajaba. Con poca fe en la idea, empezó. El empaque tenía que tener el logo de la marca.
Rápidamente, obtuvo más clientes. Puso un aviso en una guía telefónica y la empresa “empezó a crecer como la espuma”, asegura. Así nació Golozzini. Hoy tiene más de 1,500 clientes, “pese a las adversidades, que surgen todos los días”, afirma.