Por Fernando Dávila y José Lara
Todavía quedan restos de ese dolor, esa angustia que ni la bota de yeso puede ocultar. Lo temblorosa que se le pone la voz cuando tiene que recordar esa maldita jugada, que le gustaría borrar de su mente y de su vida, delata el momento que le toca vivir. Miguel Torres está postrado en su cama y el mundo sigue girando, pero él se ha quedado detenido en el tiempo, en un día triste pese al sol que reinaba en aquel momento en Piura.
“Lloré como un niño en el camarín. Pensé lo peor y tuve miedo, me imaginé cosas terribles, como que nunca más iba a volver a un campo de fútbol. Me ayudó mucho el abrazo interminable que me dio Carlos Galván, no sabes cómo me dio fuerzas. Las palabras de todos los muchachos, de Raúl Fernández, que me dio cariño… Esas cosas son impagables”, recordó.
Su melena sigue intacta. Su sonrisa se ha ido. Cuando parecía recuperar su mejor forma tras superar una lesión, llegó otra peor para ponerle un signo de interrogante a su futuro.
“Esa tarde, mi mamá vio que salí lesionado y me llamó para preguntarme qué había pasado. Le dije que era el tendón de Aquiles y lloró. Entró en shock y yo me puse peor. No, hermano, a mi mamá Gloria no la quiero ver llorar nunca. Ella ha estado conmigo todo el tiempo, se quedó a dormir en la clínica. El amor de madre no se compara con nada”, añadió.
Miguel se esfuerza por mantener los ojos bien abiertos, como si quisiera evitar las lágrimas. “Muchos pensarán que estoy desesperado por volver a la cancha, pero les voy a confesar algo: lo primero que sueño es volver a caminar, desplazarme por mis propios medios. Es muy duro todo esto, pero debo tener mucha paciencia. No queda otra”, se da ánimos el volante crema.